“No es tu sexo lo que en tu sexo busco
sino ensuciar tu alma:
Desflorar con todo el barro de la vida
lo que aún no ha vivido.”
– L.M.Panero
“Sin preguntas” ¿Cómo osar preguntarle algo cuando me jalaba de la mano con tanta autoridad? Como con enojo, que más tarde comprendí como impaciencia, pero de esas que no esperan, de esas impaciencias que parecen darle un aire de intolerable intranquilidad al ambiente hasta que son apaciguadas. Me dejé jalar pensando en sus ojos picaros, en su voz que tanto me fascinaba, en esas montañas en su pecho y las piernotas que avanzaban violentamente a grandes zancadas. Sin darme tiempo a coordinar mis pasos. Sin darme respiro alguno para llegar a su cuarto.
Supongo que preguntar era tonto. O al menos yo lo era. Nunca fui de los guapos, ni de los sensuales, solo un tipo más de un montón que un día recibió la propuesta indecente de una chica. Solo una. Simple y directa: “Ven y hazme gozar mi última noche”. No que fuera linda. Quizás sí lo era, pero ya no recuerdo. En mi mente, aun hoy, se pintan las imágenes de su cuerpo y no su cara. No tenía fama por bonita, pero yo no podía creer mi suerte. Y tanto que nunca se me ocurrió preguntar.
No dijo palabra alguna. Solo se desnudó lentamente, con cierta parsimonia que solo me estimulaba. Podía sentir mis pantalones apretarse más y más ante sus recatos, o al ver su corto pelo mojado en sudor por la pequeña carrera a su casa, o al notar uno que otro rollito cuando se sacó la polera. Me excitaba verla adoptar esa actitud de valentía forzadísima al sentirse examinada por alguien que ni se dignaba a esconder su excitamiento. Ni siquiera habló para indicarme que me desnudase, se quedó sentada en su cama esperando con un pucho prendido en la boca, quemándose solo y sin ser aspirado. Y mientras más me dolían los pantalones, más ansioso me ponía viendo sus piernas cortas, sus redondeces bamboleantes y sus carnosidades al desnudo.
No me desnudé. Me arranqué la ropa. Podría decirse que fue una violación, una en la que yo hice todo el trabajo violento. Pude ver que ella lo disfrutaba, quizá por eso seguí. O tal vez noté al Buitre mirándola y me dediqué a rasgarme las vestiduras escapando a una verdad, pues en ocasiones la mentira es más sexy que la verdad. Y ella lo gozaba. Se extasiaba viendo mis esfuerzos por romper la camisa, la torpeza al sacarme los pantalones por encima los zapatos. El ansia finalmente, algo debe haber en verte tan deseado pues ella disfrutaba muchísimo mis tropezones por correr a poseerla, cuando al final el poseído sería yo.
¿Dónde se fue la sensualidad? me pregunté en voz baja. Quería mandarle mensajes encriptados que cuando los descifrase la viese sonreír mojadamente y la escuchase decir: “sucio morboso, that was naughty“. Pero en cambio la tenía respirando agitadamente, sudada, con los ojos cerrados entregada a la brutalidad de mi toque, al error mío de dar todo mi brío en ese primer round, solo para que, al yo acabar, mi rostro de satisfacción se convirtiese en terror ante su expresión de decepción, como con reproche. Aunque claro esas podían ser imaginaciones mías, sin embargo no deseaba correr el riesgo.
Asaltarla con mi lengua, desgastarme lentamente las manos en delicadas caricias, humedecer mis dedos, entregar hasta lo último de fuerza de mi cuerpo solo para arrancarle una sonrisa, para que su silencio deviniese en palabras, en que dijera mi nombre al menos una vez con ese éxtasis ensayado que nos venden las actrices porno. Y todo lo que obtuve fue su respiración agitada, sus gemidos contenidos y, cuando menos, una sonrisa inevitablemente enorme, asombrosamente iluminada. Una sonrisa que nunca se borró de mi cabeza cuando, después, ya no pude volver a dirigirle la palabra.
Tras esa primera sonrisa todo avanzó muy rápido. Tomó el control de la situación y me amarró sin cuerda alguna, me manejó a su antojo mientras hacía de mí lo que le viniese en gana. Y en medio de todo aquel delirio, de ese ardor entre mis piernas que inhabilitaba a mi cerebro, pude dejar de ignorarlo. El Buitre sobrevolando afuera, perfectamente visible desde la ventana. Planeando silencioso y espiándonos explorar nuestros sexos. Y tuve miedo. Pero ella no me dejaba concentrarme en el pajarraco, me buscaba la mirada y me besaba con su saliva fría que me dejaban con ganas de más, aun cuando ya me dolía el cuerpo, aun cuando más que blanco salía rojo.
El último round fue lento. Suave y, hasta, tierno. Lleno de tremores de perdición en puro placer ¿qué cosa más deliciosa que un orgasmo? Varios. ¿Qué mejor momento que el sentirla temblando encima – o debajo- mío? ¿Qué victoria más completa de saberte capaz de colmar tus propias expectativas al menos una vez en tu vida? Es gracioso, pero en ese momento lo único que importaba era el sexo. No se me ocurrió buscar su voz, no pensé en decirle cuanto significaba todo esto para mí. Solamente me perdí en el inmenso placer sin hacer nada más.
Cuando por fin me desmayé extenuado, escuché su voz. No sé cómo explicarlo, pero aun después de tanta intimidad, aun después de haberme sentido triunfante por estar dentro de ella tras tanto tiempo de anhelarla, pese a todo eso me dolió mucho que no haya querido hablarme. Me encantaba su voz, era una voz melodiosa, de un acento extraño y de una dulzura sucia. Si yo la espiaba, si la perseguía discretamente, si me animaba a saludarle era solo para escucharla hablar ¿cómo definirlo? ¿Qué manera existe de explicarlo? No. Así como no existe forma de expresar mi dolor al oírla charlar con el aire, no logro explicar la paz en sus palabras al recibir al alba con una voz animada, creo que admitiéndose relajada, feliz, revelándose satisfecha después de pasarla tan rico. Y escuché al Buitre, como respondiendo, como interrumpiendo sus divagaciones solitarias, robándome la ilusión de ser yo a quien ella se dirigiese. Y lloré. En silencio derramé lágrimas hasta que volvió a caer el ruidoso silencio. Stop. Muerte.
Se me partió el corazón mientras me vestía, me abandonaron las fuerzas mientras besaba sus labios fríos y le tocaba el pelo deseando que el Buitre me la retornase para que, cuando menos, se dignase a decirme adiós. Para poder ver su sonrisa una vez más antes de que se la llevase de esa manera, dejándome con el recuerdo de su cuerpo y su sonrisa pero nunca el de su voz.