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El malentendido ocurre. Es uno de esos molestos inevitables que vienen incluidos con la vida, se quiera o no. Estamos destinados a malinterpretar tanto, o más, que las veces que nuestras palabras son interpretadas erróneamente. Lo gracioso es que esto nace de las palabras mismas. Asumimos que el mundo es una rutina sin más misterios que la muerte y el más allá, nos amparamos en la ilusión de la claridad.

 
“Te dije muy claramente que…”, “no pude ser más claro cuando te dije que…”, “pero si es más claro que el agua”. Nos apresuramos a decir esta clase de cosas, como justificando nuestros actos, o inculpando a los demás. Quizá ambos. El meollo está en que uno se pasa de largo la subjetividad ajena, más por el egoísmo de nuestra propia subjetividad que por otra cosa. Después de todo, uno solo apoya algo en tanto le conviene o no le hace daño.

 
Lo cierto es que nadie entiende nada igual. Si al ver el cielo, yo veo azul claro, quizá mi amigo más cercano vea celeste oscuro. Tal vez al escuchar el “no” de una mujer yo pueda escuchar un “tal vez” cargado de misterio y seducción, mientras que mi amigo solo pueda escuchar un “no” rotundo y despiadado. O, probablemente, al contarle algo que me haya pasado encuentre preocupantes cosas que yo no. A lo mejor escuchemos cosas parecidas pero, como dicen los Les Luthiers, “parecido no es lo mismo, caballero”.

 
Toda palabra es una trampa mortal de significados abiertos. Un vacío desesperante imposible de llenar. Y que, sin embargo, llenamos con lo que sea que se nos ocurra, creyendo que somos los más capos por haber seducido a alguien a base de labia, cuando en realidad la seducción ocurrió cuando, en un lapsus, dijimos algo que no deseábamos decir y ahí fue que cayó el flechazo. Y es que creemos llenar ese angustiante vacio con palabras precisas, con ciencias exactas, con planes elaborados en mucho tiempo. No negaré que llegamos a llenarlo un poco. Pero nunca completamente.

 

 


Es por ello que cada quien entiende lo que quiere. O lo que puede, muchas veces. Cada quien solo puede ver las partes que le atañen, que le importan o que conoce. Después de todo uno no puede hablar chino si en su vida solo aprendió a hablar en español. Y mal.

 
Y por eso ocurre el malentendido. Nos gusta tener la razón, nos gusta creer que es el otro quien se equivoca, nos gusta pensar que la verdad es absoluta y una sola. Que las palabras son claras como el agua, cuando no son más que máculas que vienen a engrandecer la mancha.