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Kimo-sabi

Publicado: noviembre 24, 2018 en Cuentos
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Para J.S.

Solomon apretaba el gatillo y yo -viendo de frente, bizqueando mis ojos hinchados frente a su caño- no pude evitar lanzarme a buscar un cliché cualquiera para soportar sentirme así de solo, ya no tan seguro de querer mirar lo que me tocaba mirar y listo para cualquier excusa que me ayudase a bajarle el volumen al momento e ignorar a mi mejor amigo mirándome aburrido, al  final de todas las cosas.

No hay un solo ruido, pareciera que todo prefiere quedarse callado. Es eso, o es que yo no escucho nada. Y quizá por eso es que Solomon solo me mira con aburrimiento y se traga sus palabras y juguetea con sus dedos y cierro los ojos y digo algo dramático, porque para mí si las cosas llegan a un límite, queda mejor marcado cuando pasa algo dramático….

Casi no me sorprende cuando ante mi aparece el Negrito. Está echado en el pasto del patio de la segunda casa en que crecí, al menos de las que recuerdo en el recuento total de mis días. Su lengüita cuelga de su hocico, me da la impresión de que gotea encima del ladrillo tirado ahí debajo. Claro, el Negrito hacía eso. Corría alrededor del enorme caserón cargando el ladrillo en el hocico, desgastándose los dientes y perdiendo el aliento. Era su forma bizarra de mostrar que estaba contento, por lo general cuando mamá le hacía su lagua con cordero, o acababa de robarse uno de los rollos de queso que mi abuelita horneaba para el té. Me acerco, me reconoce, bate la cola y eleva el hocico, como para hacerme entender que desea ser acariciado. Mientras lo hago, llora quedamente y se relame. Creo notar que no es el mismo llanto que usa cuando mi abuelita lo tortura doblándole las orejas, o cuando mi abuelito está por llegar llevándole un pan, menos el que usa cuando quiere entrar a la casa, o ese llanto a ladridos cuando le desespera no poder atrapar la luz de algún espejo reflejada en cualquier lugar.

Escucho un ruido detrás y con los ojos empañados me veo a mi mismo abriendo la ventana, preguntándole al Negrito a que viene tanto llanto. ¡Qué aguda era mi voz! ¡Qué cara de crío ingenuo! Me faltan años para poder esconderla tras una tupida barba que disimulaba un poco lo que mi carácter jamás pudo ocultar. El Negrito me mira y, luego, me mira. Creo que no sabe con cual ir, así que opta por correr con su ladrillo a cuestas y tras un par de segundos en que ha dado la vuelta a la casa, sisíficamente vuelve a empezar. El niño ya no está en la ventana, seguro se fue adentro, al cuarto de mamá a ver Pokemon. No lo pienso demasiado y entro por la ventana pues lo quiero contemplar, pero el televisor está apagado y el niño ya no está solo: a su lado está el Negrito, echado dócilmente sobre la cama. El niño llora abrazándolo, le susurra lo sientos y le da besitos a su pastor alemán que, de rato en rato, lo olfatea y contempla pero nada más. Sé de buena fuente lo que pasó. El niño quiso recrear algo que vio en Los Picapiedras y terminó lastimando al pobre Negrito que lloró horrible, con un chillido ruidoso y tan fuerte como el súbito llanto del niño idiota que es, cuando descubrió lo que de verdad acababa de hacer. Entonces llegó al rescate mamá, y para consolar al niño inició la larga tradición de permitir a los canes echarse en la cama, donde el niño tiembla arrepentido y se abraza de su peludito.

Mi rostro ya chorrea, así que tengo que apartar la mirada. Salgo del cuarto de mi madre y me topo de nuevo con el niño, pero un poco más crecido. Muy de cerca lo sigue una doberman flacucha y vivaracha, batiendo la cola como batidora. No pierde de vista al muchacho, no hasta que me siente y se queda paradita mirando confundida, dividida entre su cría –el muchacho- y este grandulón que la mira desde lejos. Pero el muchacho tiene el buen tino de entrar al baño y ella se decide. Se acerca apresurada, haciendo cabriolas, “Artemisa, Artemisa.”, le susurro y ella llora que llora, como plañidera en funeral pero con dolor y sinceridad, como madre chillando por su hijo desahuciado. Mi mamá la saca pero ella se resiste y cuando se ve afuera hace de todo para volver a entrar.

No logro contener una carcajada. De modo que así fue el inicio de la guerra entre la Artemisa y mi mamá. Esa que se resumía en que mamá la sacaba y la perra abría puertas y ventanas para volver a entrar. El muchacho no lo sabe pero pronto verá barricadas hechas con maderas, sillas y cartones que Artemisa siempre derrumbará para infiltrarse en su cuarto y dormir con él. “Pensarás que es un monstruo.”, le digo al muchacho recordando ese miedo que me daban los fantasmas, cuando los confundía con el ruido que ella hacía para entrar a consolar al muchacho, acurrucándose a su lado hasta que se asomaba el amanecer y se retiraba en modo sigiloso, pues la guerra con mi madre volvía a empezar.

De pronto me doy cuenta que en un santiamén he sido testigo de la evolución de las barricadas que el muchacho conoció por años. Descubro que al moverme el tiempo va lento y cuando me quedo quieto se me escapa a traspiés. Pero no tengo ganas de maravillarme con mis descubrimientos, de pronto estoy demasiado ocupado ayudándole a la Artemisa a derribar las barricadas para que pueda echarse con el muchacho y, de paso, pueda yo sentarme a su lado y acariciarle el majestuoso pelaje mientras ella me contempla con sus ojos cafés, me lame con su lengua gigante, bate su cola y llora, siempre llora.

Otro descubrimiento: cerrar los ojos genera saltos temporales. Esto lo descubro porque noto que en este sueño no necesito parpadear. Claro que el experimento ha costado tiempo valioso y cuando ubico bien qué cosa he descubierto, buscó a mis pobres Negrito y Artemisa y me pongo a chillar. Aprovecho que el niño pierde su tiempo en el colegio para contarles mi vida después de que ellos murieron y siento que me comprenden, que hasta me quieren contestar. Y no sé bien cómo explicarlo, pero en esos mismos momentos es que recuerdo el borde del caño, la picazón en la frente y un dolor de plomo en el pecho, todo eso que no ha estado tan presente desde que entrecerré los ojos y aparecí en este lugar. Pero simplemente me relajo, doy un buen suspiro, contemplo sus miradas caninas y me permito sentir felicidad.

De tanto llanto se hinchan los ojos y en un descuido los cierro. Cuando los abro no encuentro a la Artemisa por ningún lugar. Camino hundiéndome hasta que me fijo en el muchacho y le calculo la edad. Claro, entiendo lo que va a pasar. Me enfilo al recibidor y la veo echada con la camada de cachorros que le puso el Negrito en la panza, ya todos fuera y sequitos, succionando las tetillas inflamadas de su mamá.

Por más que intento no logro reconocerlo al Tudito. Ni aun concentrándome en las palabras de mi madre que lo nombró Pelotudito por peludo, tonto y por ese par de perfectas esferas que tenía por bolas. No sé si es porque todos en la camada se ven muy parecidos entre sí, o porque me preocupa tanto lo que viene que no puedo pensar con claridad.

No falta mucho para el momento en que el muchacho se irá por un año a vivir en otra ciudad mientras sus dos madres lo llorarán en este lugar. Sé que no puedo hacer nada, lo que me inquieta es estar atado a la presencia del estúpido muchacho que deja todo atrás. Entonces llega la verdad, parte, se va, y con agrado descubro que, efectivamente, me puedo quedar. Por un rato intento consolar a mamá pero ni siquiera se inmuta de mi presencia. Así que regreso al recibidor y me acomodo con los cachorros, dándoles nombres secretos, mirándolos crecer, persiguiéndolos cuando mi madre les encuentra hogares, tomando nota de a dónde van, dispuesto a por fin enterarme qué fue lo que pasó con la progenie del Negrito y la Artemisa, procurando no alejarme demasiado hasta que vuelve el muchacho arrepentido, con la cola entre las patas, y el reloj de la Artemisa pronto parará.

Por un rato se me ocurre que puedo soportarlo, pero rápidamente descubro que no. Me hago un testigo nada mudo pero que Artemisa ignora como si ya no me pudiera escuchar. La flaca se come un durazno, se toma leche, los recibe de la mano de esa vecina de mierda, una vieja hija de puta que la asesina a través de la rejilla de la puerta de calle. Artemisa traga, yo intento arrancarle el corazón a la vieja, pero nada. Y no me queda otra más que sentarme a llorar un torrente ininterrumpido por parpadeos o deshidrataciones. Tanto así, que se extiende por los días y más días de convalecencia en que Artemisa comprende qué le depara el destino y –una mañana de sol algo cubierto por unas pocas nubes- el muchacho se marcha al colegio y la perra espera a que se despida y le da una última lamida y mira cómo se marcha y espera a escuchar la puerta de calle cerrarse y posa sus ojos en mí y -dedicándome un último llanto como silbido- los cierra para no abrirlos más.

Me resquebrajo y disuelvo, intento escapar. Me dispongo a perseguir a mi madre, a mi padre, a los que alguna vez me hicieron creer que existe la amistad, pero me doy cuenta de que estoy atado a los perros gracias a los varios jalones que me llevan a presenciar las vidas y las muertes de la camada de la Artemisa y el Negrito, cosa que no hace más que ahondar la comezón en la frente, el sabor a cobre y la desesperanza inicial.

Por algún motivo no se me permite quedarme a lado del Tudito y el Negrito en esa etapa que conozco de memoria, cuando llegamos a la tercera casa que recuerdo en el recuento total de mis días. Quiero, pero los jalones me transportan a todos los lugares donde conocí un can y vuelvo a compartir un ratito con esa totalidad. Los reconozco pues tenía la costumbre de sentarme a hablar con callejeros para contarles lo que sea que no había podido hablar con mi buen amigo Solomon. Pero no los presencio solo en el momento aislado que compartí con ellos, me toca ver sus vidas enteras y sus respectivos fines. Las muertes naturales, los molidos a palos, los cercenados y destripados, los envenados o atropellados, los que fueron amados y protegidos, los que enfermaron o los que siempre me recordaron, así como los que murieron recordando a otros amables extraños antes de morir. Todo sucede de súbito, como un golpe en los testículos. Soy testigo de la  vida que vivió el muchacho hecho universitario, aquellos momentos que terminan en un revolver que no termina de quebrarme.

Ya basta. Quiero despertar. Es mucho peludito abandonado que no pude adoptar. El acabose es volver del universitario al muchacho y luego al niño para presenciar el momento tras un campamento en que le tiene que tirar una piedra a un pobre perro mestizito, lleno de garrapatas, que se había dejado mimar al calor de las fogatas y que ahora llevaba como 5 kilómetros persiguiendo al carro donde va el niño cobarde que recién se atreve a espantarlo, tal como luego tendrá que hacer el universitario a un par de cachorros hermanos que lo persiguieron por un kilómetro, cuando aprendí que no había aprendido nada.

¿Qué queda? Aprieto los ojos con rabia y me dejo caer. Todos los perros lloran al unísono, lloran como la Artemisa, hasta que separo los párpados y lo veo al Cayo cagándose en todo el departamento de mi novia y obtengo un breve respiro en que me quedo a acompañarlo durante las largas horas que lo tenemos que dejar solito para irnos a trabajar. Me abrazo de su cuerpo huesudo, le aseguro que nad está mal y cuando llegamos, salto y vuelo, aterrizo en la casa de mi primita y lo mimo al abandonado Dumbo que llora y llora que llora  bajo la luna. No para de llorar.

La frente arde, quema, desespera, pero es más fácil ignorarla y simplemente continuar. De alguna forma no me sorprende ser jalado a la presencia del Tudito. Ya se acercaba el día en que Solomon llegó con el revólver y supuse que algo tenía que pasar. Porque ahí no queda nada que contar. El Tudito tiene una extraña condición que hizo que toda su vida se viese como un cachorro pero igual no puedo evitar notar que ahora se ve mayor; seguramente hoy es el día en que el muchacho se va de la ciudad para hacerse universitario lejos de acá. El Tudito lo mira confiado, claro, para él este es un día más y algo me dice que no entiende porque reina tanta tristeza en su hogar.

El Tudito es hermoso. Sabe que el universitario no está pero me trata como si fuera él. Se echa conmigo y bate la cola mientras se acomoda y yo le charlo de la vida y la existencia, le cuento la leyenda de la amistad entre humanos y él me enseña que los humanos no tienen mejores amigos que los perros. Lo dice especialmente cuando las tormentas eléctricas lo dejan temblando y se refugia bajo la cama que perteneció al universitario y que entre los dos osamos usurpar. También lo protejo de los gatos del vecino que vienen a bullearlo, y trato de distraerlo de todos los fuegos artificiales por los que nunca antes lo pude consolar.

El paso de los años me enseña que quizá he subestimado al Tudito y sus prioridades. Cada que llega el universitario se olvida de mí y se dedica a él y a nadie más que a él. Son esos los ratos en que cierro brevemente los ojos y la frente me duele cada vez más. Tanto que me distraigo y sin querer llego a los años en que el universitario no regresó más. Y lo presencio, lo miro. Por fin veo lo que mi madre solo me pudo narrar: la decadencia del Tudito. Su vejez, su soledad en la que no soy más que un magro consuelo a mi ausencia. Lo noto cada vez más lento y cansado. Y cuando me mira… parece decirme “te amo, pero tú no eres mi Tú. Mi Tú me abandonó y no lo volveré a ver.”, y yo le pido paciencia desesperado con lágrimas en los ojos, pero él está derrotado y, para colmos, enfermo, con el estómago hecho un jirón. “Entonces, dime… ¿por qué no vuelve mi Tú?”, y yo le contestó que el universitario ahora es un bastardo que trabaja y no sabe cómo vivir, que no tiene vacaciones y además… con un gesto me desmiente, sabe que no digo toda la verdad. No sé cómo explicar que no supe regresar, que quise creer que mi vida estaba solamente en otro lugar y que volver me parecía morir, pero que nunca olvidé. Ni a él, ni a ninguno de los perros que me tocó amar.

Un día llega el bastardo a vuelo de cuervo y el reencuentro entre ambos fue tan dichoso como recordaba. No quise quedarme mucho, solo lo suficiente para ver eufórico a mi Tudito y regocijarme con las lágrimas del bastardo abrazándolo, herido de amor, todavía creyente de la hermandad entre humanos, arrepentido frente a la vejez de esos ojos que ve por última vez. Se desvanece y su voz se escucha en el altavoz del celular de mi mamá. El bastardo llora y da un discurso mientras la veterinaria prepara la inyección que parará la vejez que tanto lo tortura al Tudito, que ya ni comer puede. Me echo a su lado y empieza a llorar como Artemisa. Me contempla. “Nunca alcanza el adiós. Está lleno de preguntas, tristeza y asuntos pendientes. Pero ya nos vamos a encontrar.”, dice a duras penas y yo que me derrito y me quema la frente. No sé qué decir. Es la primera vez que veo la imagen que hasta ahora solo pude imaginar: el Tudito tendido en sus mantas, el cuerpito flaco, los ojos entreabiertos, la noche arrastrando el rumor de los santos y mi cabeza filtrando un haz de luz artificial sobre su rostro moribundo, cuando la veterinaria acerca la aguja y mi madre llora y yo le digo: “adiós al más miedosito, el más tierno, el eternamente cachorro que ni con tus achaques de viejo dejaste de parecer el inocente niño que siempre fuiste.” Y le pido perdón por la distancia, y él llora, y todo acaba… y ya no puedo más.

Despierto una mañana gris en la tercera casa que puedo recordar. A mi lado duermen el muchacho con su Tudito, huelen a algo que deja un sabor dulce en mi boca, como a inocencia y juventud. Y lo sé. No necesito del ardor en la frente y la tristeza devorándome para darme cuenta qué va a pasar. Así que me adelanto a los hechos y bajo al patio donde me espera el Negrito botado en su casita. Desde hace un tiempo que casi no se mueve. No está tan enfermo, simplemente cansado.  Embrujado por la conjunción de días que ha sabido vivir. Verlo así de apagado es un axioma roto. Rompe con la imagen del cachorro mordiéndome los pies para destruir mis zapatos, jugando conmigo como el hermano can que tuve; aniquilan su inmortalidad ganada cuando, contra todo pronóstico, venció el parvovirus o cuando sobrevivió tras ser aplastado por las llantas de un auto a toda velocidad. Lo acaricio y me reconoce. No sé si él lo sabe, pero el muchacho bajará en unos minutos y lo verá morir. El Negrito se irá mientras el muchacho lo acaricia, le dirigirá una última mirada con sus ojos de amanecer y se marchará para siempre a dondequiera que se van los amigos fieles cuando les toca desaparecer.

Estoy seguro de que si tuviera sangre me estaría desangrando de labios y lengua de tanto morderme para aguantar el dolor de la frente, de hecho estaría sangrando tanto como el Negrito aquella vez que volvió de una de sus escapadas a la calle con un tajo gigantesco en el pecho, que el niño nunca supo cómo su mami y su abuelito lograron curar. El Negrito nota mi dolor y me da un débil lengüetazo. “Gracias, gracias Negrito, pero guárdale un poco al muchacho que ahorita va a llegar.” Y él me pide que acerque la manga, la muerde bien fuerte, la daña, la suelta, y me pide que cuando pueda, le entregue de su parte ese mensaje a mi mamá.

El muchacho llega y se acuclilla frente al Negrito. El dedo de Solomon ya ha emitido su juicio, su indiferencia grita aburrimiento, la frente quema, el corazón es un plomo, el Negrito gime bien suavito y a mí se me escapan lagrimones confundidos. Desde algún lugar murmuran la Artemisa, el Tudito, el Cayo, el Dumbo y me pongo a pensar que quizá me espera un sitio construido por los perros y que ahora ellos guardan. El muchacho ya entiende lo que va a pasar, la inocencia muere en sus ojos, pero la yerba mala es la ingenuidad. Me arrastro a la casa del Negrito, me echo encima suyo, nos fusionamos sin dramas, ni luces, ni brillos, apenas un suspiro al unísono que presentimos es el penúltimo que vamos a dar. Miramos al muchacho, le deseamos lo mejor, le decimos que lo amamos, que lo vamos a extrañar y mientras cerramos nuestros ojos, lo último que alcanzamos a ver es el llanto silente del muchacho pero también los ojos de mi mejor amigo, mirándome aburrido detrás del humeante caño, al final de todas las cosas.

 

Para la Gata Negra

«Soy una bestia huraña, saco las uñas y enseño los dientes, pero muevo la cola cuando unos ojos francos me sonríen.»
– Xavier Velasco

Los perros callejeros son seres solitarios que divagan por las calles buscando comida, o un lugar caliente donde dormir, sin nadie que los acompañe. Los vemos cada día ir y venir sin un lugar fijo, algunos huraños, otros sucios, los más son perros mestizos de razas indefinidas que fueron abandonados o nacieron en la cruel intemperie urbana. Los perros callejeros son muy diferentes a los falderos, y eso es muy notable en como tienen una mirada distinta. Una mirada más marcada por la soledad y la tristeza, pero con una sonrisa secreta ante cada gesto de cariño.

Rápidos para la desconfianza, lentos para el apego, juguetones ante el cariño, mimosos cuando se lo permiten a sí mismos, sabios como ancianos, caprichosos como niños y más solitarios que cualquiera de los muchos dioses concebidos. Tal es la naturaleza de un callejero. Ocasionalmente se encuentran con otros perros, y juguetean juntos, pelean o pasan un rato. Pero siguen solos. Si los hombres sobrellevamos ciertas soledades, lo hacemos anhelando un poco de compañía. Sea desde la airada exigencia del selectivo, hasta la desesperada dicha del dadivoso, los humanos encuentran remedios a sus muchas soledades mediante la inevitable búsqueda de otro, uno que nos dé tanto como damos nosotros, incluso que dé antes que demos nosotros. No pasa así con los perros, especialmente con los callejeros, que están acostumbrados a dar cariños a quién los alimenta, a quién los acaricia o, finalmente, a quién no se para amenazador frente a ellos. Son ellos quienes se quedan cuando reciben, pero dan solamente por dar.

 
Un perro callejero nunca cesa de estar solo. Caminan en soledad, comen en soledad y mueren en soledad. Incluso si son adoptados, siempre habrá un resquicio de esa soledad impresa en sus miradas, en sus costumbres y en sus actos. Es una soledad absoluta que nos pasamos la vida temiendo, que si entramos en consciencia de ella nos aplastaría las certezas, después de todo no hay bien que la soledad no pueda trastocar. Y a veces, los callejeros, reciben caricias y persiguen al portador de la mano cariñosa hasta que se los adopta o se les lanza una piedra para alejarlos. Tal tozudez es solo concebible del lado de quién nunca tiene nada, ni nadie. Pero lo que estos callejeros hacen es regalarte un poco de su soledad, brindarte un cariño extraño, generar en ti un apego momentáneo lleno de una ternura cruel, que morirá en cuanto se deje atrás a dicho perro. Y de todas maneras la soledad de quién acaricia a un callejero se alivia un poco, es como dice Ximena Sariñana a propósito de un libro de Saint-Exupéry: “el Principito no hizo al amigo, para dejarlo desaparecer.”, pues aun cuando dejamos a esos perros atrás, el recuerdo de su calidez, o esa ternura que nos empeñamos en atribuirles, se mantiene y nos cura de la soledad por un momento.

Hay suicidas que nos ponemos en la posición de un callejero. Aún desde nuestra pobre condición humana. Y ello implica menear la cola en espera de otra caricia, de echarse en el pasto a escuchar como alguien cuenta sus problemas en voz alta, o sentarse con la lengua afuera esperando a que la persona te suelte otro poco de comida y te deje pasar a su hogar y, claro, temer que la persona de pronto te lance una piedra para sacarte definitivamente de su vida. Pero el problema ahí, es el mismo que el de cualquier niño, que sorprendido con Superman intenta volar saltando desde su terraza usando una toalla roja a manera de capa ¿Quién, que fuera humano, podría soportar dar sin esperar? ¿Querer sin expectativas? ¿Aceptar sin condiciones? ¿No que Superman es un kryptoniano que apenas entiende a la raza humana y, simplemente, nos compadece?

Hay crónicas que, por muy gloriosas que sean para uno, se las debe callar. Así son las crónicas de los cariños perrunos. Empiezan un día y pueden durar más de lo que durará el amor más hermoso de, nosotros, los humanos. Y cuando somos nosotros quienes las vivimos, a estas crónicas, no podemos aguantarnos y las gritamos a los cuatro vientos. Algunos hacen música con eso, otros escribirán novelas, los más intentan simplificarlo en un estado de Facebook. Pero ninguno sabe guardarlo en el secreto de la mirada. Quizá por eso nuestros ojos solo se profundizan con la vejez, y las de los perros callejeros siempre son profundas miradas que enternecen tanto como asustan.

Ponerse en la posición de un perro callejero, siendo humano es un juego peligroso, por no mencionar doloroso e ingrato. Si los canes están capacitados para vagabundear por todas partes regalando porciones de su soledad, viviéndola con la tranquilidad impresa en el abismo de sus miradas, ello no significará que los humanos seamos capaces de tal proeza. Nos preciamos de ser la raza superior, la raza racional y nos encerramos en vernos como centros del universo, sin notar que hay precios ante tanta “genialidad”. Si un perro puede ¿por qué no yo? Será la pregunta en general. La respuesta es simple, pero solo la entienden los perros.

De izquierda a derecha: Pelitos, Diana, Blacky.

En medio del rollo ese de reflexionar acerca la amistad, me pongo a pensar en quienes son mis amigos y quienes no. Entre todo ese pedo inútil me vienen a la mente tres nombres que realmente me marcaron, tres que influenciaron en mi vida como pocos pudieron, que siempre estuvieron ahí para escuchar (en la zamba imaginaria del neurótico) y que  jugaron conmigo pues crecí con ellos, al fin y al cabo.

Blacky, Diana, Pelitos. Tres nombres de tres con los que compartí las inmensidades de mi primera casa en Sucre. Toda mi infancia con el Blacky mordiéndome los zapatos hasta que se hacían añicos, yo haciéndole perseguir el reflejo del vidrio de mi reloj, él corriendo como loco cargando un ladrillo que le pesaba como plomo. Me acuerdo del Blacky y me viene a la mente toda esa infancia solitaria donde mi único amigo era ese pastor alemán hiperactivo que ladraba como loco a lo que sea, que saltaba de felicidad cuando mi abuelito estaba cerca (porque, debido a ese ligero miedo inconfeso suyo que disfrazaba de generosidad, le daba pan), el mismo perro que se ponía a correr por todo el vasto patio cuando llegaba la lavandera doña Petrona, a quien queríamos pero que él adoraba, y también recuerdo a ese hermano más que perro al que mi madre compró en La Paz y lo llevó a nuestro nuevo destino en ese pueblo extraño donde nos refugiábamos de algo que, aún hoy, desconozco. Mi hermano, compañero de juegos infantiles y primer ser al que le conté mis secretos de infante (el primer contacto con algún humano, el primer enemigo, el primer amor, el primer dolor). No subestimemos los lazos fraternales que se pueden establecer con un perro, después de todo no hay ser más solícito al juego o al secreto, a esa complicidad que necesitan los niños, que un can. El Blacky cumplió la tarea de ser un hijo más de mi madre, no porque él así lo quisiese o porque mi madre lo necesitaba, quizá sí, no sé, solo puedo asegurar que ese niño idiota y huraño que yo era necesitaba un contacto con el mundo.

Al Blacky lo vi sufrir y también sufrí por él. Cuando se escapaba de casa y volvía al día siguiente sucio y maloliente, o cuando regresó con todo el pecho abierto en una herida sangrienta (la primera vez que vi sangre ajena, la primera vez que tuve miedo a la muerte), cuando le vinieron ataques convulsivos y el veterinario lo dió por desahuciado,  ya sugiriendo  maneras de matarlo ante mis lagrimas innumerables. Inspirando a mi abuelo y mi madre a curarlo con drogas de humanos y una terquedad que evitaba que les saliesen lágrimas como a mi. Y sobrevivió a ese deshaucio causando una dicha tremenda en casa, porque así se lo quería al Blacky, con esa intensidad tran propia de los solitarios cuando encuentran el amor. Ese perrito logró meterse en la piel de mi familia (mi mamá, mi abuelita y mi abuelito) como uno nunca se imagina que un animalito hará.

La siguiente fue la Diana. El regalito de doña Petrona para nosotros. Ella era mía, mientras que el Blacky fue hermano mío y perro de mi madre. La doberman majestuosa y mañosa, rompía las barricadas que le poníamos para que no entre a casa, abría la ventana de mi cuarto a la medianoche y se echaba a dormir en mi cama, para irse siempre al amanecer antes de que mi mamá la pillase. La Diana les ladraba a todos menos a mí, ignoraba a todos menos a mí y solo obedecía una voz, la mía, y no porque era yo la gran autoridad sino porque había sido elegido, más que como un amo, un hijo putativo a quién darle lealtad y cariño. Ese fui, honrosamente, yo.

La Diana y el Pelitos

La Diana escuchó mi vida pre puber, los amores imposibles y el desgarramiento de existir. Ella tuvo la paciencia de escucharme llorar en el pequeño infierno que fue mi vida en esos tiempos y no fue menos atenta en los buenos momentos. Fue la primera en irse, la primera en morir. Débil por lo flaca que estaba  ya que nunca engordó mucho tras dar a luz. Se me fue, enferma tras varios días de pena. Nunca me sacaré de la cabeza que esperó a que yo me marchase, el día de su muerte. Sé que esperó a que me acercase a despedirme antes de ir al colegio y cerró ligeramente los ojitos cuando la acaricie con cariño, luego ella me miró con sus ojos cafés e inmensos, me lamió, me batió la cola (cosa que, mi madre se dió cuenta, no lograba desde hacía mucho) y me marché para que al volver a casa mi madre me dijese que el minuto que cerré la puerta para marcharme, ella la vió morir con un suspiro.

Solo quedaron el Blacky y ese cachorro suyo con la Diana: el Pelitos. Al pobre cachorro no logré disfrutarlo mucho cuando aún era pequeñuelo, todo ese tiempo estuve en viviendo un año en La Paz. Cuando regresé lo hice a tiempo para ver la muerte de mi Diana y al cachorro ya un poco más grande. El Pelos es ese perrito miedoso, comodón, desconfiado y mimoso que me recuerda a ese niño que le lloraba al Blacky, a esa huahua que se llevaba mejor con los canes y que no deseaba salir nunca de su casa, de su patio lleno de piedras y árboles de ciruela…de esa su soledad que ya desde pequeño lo seducía, cuya única panacea eran esos peludos canes. El Pelos me agarró un cariño de hijo, aprendió a temerle a todo menos a mí o a mi madre, pero aprendió a ser mañoso con esto, a manipular si se quiere con su aura de indefenso. El Pelitos poco conoció de mi primera casa, el suyo fue siempre el reino compacto de mi segunda casa, dónde el Blacky vivió su vejez, donde un día lo encontré echado en su cama, donde me miró con sus ojos viejos y casi ciegos mientras lo acariciaba para morir, así, en mis manos, tras años de ser mi hermano, mi amigo, dejando a mi madre, a mí y a su cachorro tras haber sobrevivido a tanta enfermedad, herida, mudanza, tras haber soportado las penas mías, las penas de mi mamá y la muerte de mi abuelo, el pobre pastor alemán se murió en mis manos luego de una vida larga pero, espero, hermosa.

El Blacky descansando en mi primera casa.

Hoy por hoy, me queda el Pelitos que me recibe como un Argos a Ulises cuando visito mi hogar en Sucre. El Pelitos que me recuerda que, aún en mi soledad, está él con su constancia, con su cariño puro, inmaculado por lo humano y su gana de seguirme a todas partes, de no perderme de vista como reprochándome mis largas ausencias. Y lo quiero tanto porque él logra sacarme del pantano, proyectarme a un poco de vida y de respirar sin sentirme tan mal.

Así que este día y todos los demás los dedico por siempre (forever) a esos tres. Ese hermano de mi infancia, a esa madre canina con ánimo sobreprotector de mi adolescencia, a ese hijo mañudo de mi presente, a esos seres que me salvaron de una existencia solitaria y dolorosa, esos canes que me vieron como nunca nadie me vió jamás, esos perros que me acompañaron en los momentos más difíciles de mi vida y se opusieron heroicamente como tres héroes a todo lo tóxico, también en los momentos no tan difíciles, pero aun así igual de dolorosos (tantos encuentros y desencuentros, amores imposibles y otros improbables).

El Pelitos oculto en la maleza de mi segunda casa.

Sé que quizá hablo de puro imaginarios como todo buen neurótico, pero eso no me importa porque nadie, ni nada puede borrar el hermoso recuerdo de mis perros en mi vida y de cómo me hicieron quien soy hoy.

¡Gracias Blacky, Diana, Pelitos!

04/03/12

ADENDA (2017).- Acá un breve texto de despedida al Pelitos que murió el 31 de octubre del 2016

«Nunca alcanza el adiós. Está lleno de preguntas, tristeza, de asuntos pendientes y amplios deseos de inmortalidad. El adiós puede, también, estar lleno de una esperanza ciega y, probablemente, idiota o de un desconsuelo alarmante y destructor…pero en el fondo no es más que otro momento que se va y se pierde en la historia, que se asienta para solo existir en la memoria, trastocado por la subjetividad, y que se perderá tal como se pierde a quien despedimos, el mismo que, como los momentos, igual se asentará en la memoria hasta que un día nos reunamos quizá en el gran vacío o en los muchos más allá con los que los humanos nos consolamos cuando enfrentamos a la muerte.

Adiós a la inocencia, adiós pequeño Pelitos, tú el más miedosito, el más tierno, el último de mis hermanos canes, el más astuto, eternamente cachorro que ni con tus achaques de viejo dejaste de parecer el inocente niño que siempre fuiste. De ti me quedaré con tu afán por los gatitos, con creer que las tormentas eléctricas se solidarizan con tus temores y con mis penas, con los baños que te daba y de los que vos te escapabas, con la ilusión del amor incondicional, con los mejores recibimientos a casa que tuve y, especialmente, con la conexión que me enseñó sobre ternura, cariño, responsabilidad y que no estamos tan solos en esta vida. Me dolerá por siempre la distancia y yo sé que la tristeza que dejas no se irá nunca pero no tiene nada que envidiarle a las alegrías que hemos vivido, a todo lo que en ti he proyectado, al amor absoluto que por vos siento y que me ha ayudado tanto cuando era más joven y no sabía cómo enfrentarme con la vida, cómo hoy en día que todavía no sé pero que ya no me importa porque he podido compartir cosas con seres como vos que mientras yo viva no van a caer en el olvido.»

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