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Empecé mi año viniéndome dentro la esposa de uno de mis mejores amigos, de ahí en adelante todo fue cuesta abajo. No diré que no me moría de ganas de meterme entre sus piernas, pero tampoco quería dejar posibles evidencias que señalaran mi total e inequívoca culpa en todo el asunto. Soy de esos que lanzan la primera piedra y con la misma mano niega haberlo hecho, solo para poder lanzar un par de piedras más. Señoras y señores, soy el único culpable de mi propia autodestrucción. Si de pronto me abandoné al orgasmo fue más por susto que por saña, cuando los fuegos artificiales que anunciaban el nuevo año me sorprendieron intentando retrasar mi corrida pensando en cosas aburridas como las matemáticas, ir a la iglesia o las resacas que le siguen a toda borrachera; tarea difícil cuando todo me excitaba tanto. Supongo que lo necesitaba. No. Lo necesitábamos. Todo, pues. El encuentro fortuito, la excusa de la festividad, la ausencia no solo del marido sino de las preguntas, la ilusión de que el mundo no es una jungla, el whisky, el singani, la cerveza y el fernet, la presencia de otros, cómplices de los albores de nuestro pecado, además de la mota redentora, patrocinadora de charlas diferentes y sensaciones más profundas que en un punto nos evidenciaron como coquetos culpables de querer hacer algo perverso con nuestras vidas. Finalmente estábamos haciendo algo para no sentirnos tan dentro del pozo de mierda en el que jurábamos que estábamos. Ella frustrada por un matrimonio difícil, por un rato liberada del bebé que le robaba la juventud, yo en lo más bajo de un autocompadecimiento injustificado por la muerte de mi madre que no lograba sacudirme ni con las verdades más crudas siendo dichas en mi cara. Me dolía el pasado, me dolía que la gente se alejase o que muriese o, peor aún, que quedasen muertos en vida. Me sentía una piltrafa humana incapaz de nada y temeroso de todo. Ella también, pero de otro modo, uno que yo no alcanzo a entender pero que intuyo terrible y difícil de aguantar, aunque al final ¿qué clase de sufrimiento capaz de dejarte muerto en vida es fácil de soportar?

No era fea, al contrario, era de esas guapas que han perdido lustre a fuerza de una rutina que no supo controlar. Tenía veintitrés cuando tuvo a su hijo y no supo bien en qué momento terminó casada, cada vez reconociendo menos al novio en el esposo, ansiosa de ser notada pero apenas pudiendo encontrar su golosa belleza en el espejo donde una mujer cansada le devolvía la mirada. Aquella era su noche, no la mía. Los tragos, los otros presentes, la mota fueron las excusas que se fue consiguiendo para hacer caso a un juego de miradas que ya teníamos instalado en nuestras interacciones desde hacía rato y aquella era, justamente, nuestra chance de medir la profundidad del pozo con ambas piernas. Yo buscaba morir, ella sentirse viva, yo quería terminar de condenarme y ella solo deseaba darse una chance más. Desnudos en la cama matrimonial, la ventana semi abierta nos traía los nada silenciosos rumores de una noche de año nuevo, la penumbra del cuarto se compensaba con el brillo lunar que parecía inundarlo, en el suelo estaban nuestras ropas encima los juguetes que su hijo dejaba regados por doquier, las puertas abiertas del armario mostraban la ropa del matrimonio mezclada en lo que solo podía ser una fuente de constante discusión, y desde la cómoda me miraba una foto de ella con esposo e hijo en un parque, los tres sonriendo ampliamente y yo sudado y jadeando que miraba esa foto y me preguntaba cuánto de esas sonrisas era real. Aquella sonrisa paupérrima nada tenía que ver con la sonrisota que plantó antes, durante y después del coito, ni con la simpleza con que me dijo “que no se haga costumbre, pero de vez en cuando no estaría mal”.

De acuerdo. La corrida dentro no fue tanto un accidente como un “dejarse-llevar”. Ya lo dije, estaba buscando destruirme la vida porque no podía tolerar que las cosas tengan un final. Suena estúpido y de repente lo es, no lo sé. Poco me importaba que mi sufrimiento estuviese justificado, lo único que parecía importar era que ese sufrir era mío  y a los demás no les tocaba sentir lo que yo siento. Contaminado de una miseria rencorosa, anidada por años en mis delirios donde maldecía la negligencia de mi familia después que murió mi mamá, me metí a seducir a la esposa de mi amigo para quemar las últimas naves que me quedaban. Nunca esperé que me siguiera el juego, aun menos que lo llevase a otro nivel. Si yo le robé el primer beso, ella me robó los siguientes veinticuatro, si le besaba el cuello, ella me arrancaba la ropa y ya con el mero entusiasmo se ganaba los puntos que en secreto solemos dar. Para cuando mi osadía solo alcanzó a poner una mano en su muslo, la de ella me contagió hasta que de mí vino la iniciativa de penetrar. Y lo digo así de crudo no para provocar escarnio ni motivar a los histriónicos a indignarse por cualquier motivo que alcancen a inventar, en esa su intención chueca de cubrir sus propios ascos. Lo digo así porque eso es lo que yo quería: penetrarla sin limitarme a lo carnal. Como dije, era una guapa sin lustre pero guapa de verdad. Ya sus ojos me llamaron desde un inicio, el día que la conocí, pero sus otras partes las fui notando a lo largo de los años hasta ese momento en que la vi como una preciosa región extranjera que yo ansiaba conocer y explorar. Notarlo logró que algo más que mi hombría se levantara, algo que no es difícil de nombrar pero sí de explicar. Era como un empujón, un vértigo fascinante que de seguro sintieron los herejes al morir gritando su verdad. No estaba exento de culpa ese algo, ni se olvidaba de mi deseo de autoperjuicio primordial, pero tenía una cosa más que conocía de antes pero que no alcancé a calcular. Ni bien estuvimos enredados en besos, abrazos, caricias y jadeos, noté como ella se mordía los labios al pedirme que ya de una vez entrase con un tono y una cara que me pusieron más duro de lo que jamás pensé que podía estar, y en ese instante mágico hizo contacto nuestra genitalia y ¡voilá! Que me descubro no sólo tirando con quien no debía sino disfrutando del placer con que ella se conducía, que ya al final es lo que más me convenció. El olvido absoluto de todo lo que estuviese «más-allá» de nuestro momento procaz. Gemía, cabalgaba, elevaba las piernas, sudaba pero no me dejaba alejarme del calor del abrazo que nos unía, ponía expresiones, además, que me volvían loco. Una sucesión de micro expresiones, en realidad, que empezaban en la sorpresa, se transformaban en arrepentimiento, seguidos por una mueca de dolor, otra de placer, de ahí su rostro mostraba la inefable cara del placer doloroso, el rostro de la calma tras la revancha y, solo entonces, volvía a la sorpresa como si nunca se hubiese movido de aquella expresión tan bien ornamentada por sus ojos grandes y azules que le daban candorosidad a un momento que lo era todo menos candoroso. Y me gustaba tanto que  quería más, no solo del placer enorme que me estaba brindando sino de la sensación triunfadora de estar reviviendo a una muerta desahuciada, la inevitable impresión de estar haciendo algo bueno mediante algo ruin y, claro, la ironía y colmo de mal villano que termina salvando a la humanidad. Se sentía bien, no puedo negarlo y hasta me entran tentaciones estúpidas de describir cada etapa de mi placer…pero ya para qué, no tiene mucho sentido. El punto es que aquel bienestar momentáneo me daba excusas para creer en algo de redención. Quería yo quemar las naves pero nunca había pedido el milagro de una isla para ir a naufragar. No deseaba salvarme o esconder mi condición canalla, ni quería excusas para sentirme bien, solo ansiaba que alguien me terminase de crucificar. También por eso le dije que no tenía condones y ni siquiera pedí disculpas cuando descargué a mis probables hijos dentro suyo, solo seguí hasta que descargué muchos más, motivado por este bien que, sin querer, le hacía y este mal que yo, muy a propósito, me deseaba causar.

Aun sacudido por el shock de esa sensación misteriosa me largué a caminar por la ciudad, sin rumbo ni objetivo. Mi entrepierna se sentía especial, mis dedos olían a su sexo, tenía el sabor de su saliva en mi boca y aun temblaba ligeramente de la sensación dejada por el orgasmo y los recuerdos de esa intensa madrugada. Ni ella ni yo nos recuperábamos de inmediato, sino que nos tardábamos lo necesario en disfrutar el reencuentro con el placer. Había algo renovador en mancillar algo tan puro, algo fresco en creerla ingenua y sentirme el maldito que le venía a arruinar el candor. De pronto me sentía vivo y aun más porque se notaba que a ella no le molestaba mi mal llamada conquista de su inocencia. Vivificar era la palabra precisa de lo que yo quise hacer por ella y que ella terminó haciendo por mí. Nos vivificó a los dos con su osadía de frustrada y hasta me ayudó a darme cuenta que también mientras uno muere puede atreverse a vivir un poquito más. Se sentía bien eso de haber logrado que haya menos mierda en el pozo de otra persona, más todavía porque entre las ganancias estaba mi placer tanto físico como mental, en un trato en el que pensé que lo único que ganaría sería abandonarme a la villanía y ya de plano mandar al garete todo aquel intento de redención que pudiese elucubrar. Lo cierto es que me convencí de su candor solo para recordarme que todo eso estaba mal y no perder el rumbo hacía la muerte, el destino final. Pero soy un mal suicida, me perdono antes de saltar, me da un hambre tremenda cuando estoy por disparar el caño en mi sien y hasta me enamoro cuando la horca ya está ejerciendo presión en mi garganta. Claro que, no me enamoré de ella, ni ella de mí, tampoco quedó embarazada de ningún hijo mío. Supongo que cuento todo esto porque creo que sin ello nada de lo demás hubiese sido posible. No olvidemos que estaba cuesta abajo y que ninguna cogida, por magnifica que sea, cura todos los males, mucho menos soluciona problemas. Si por un rato había podido escapar a un lugar maravilloso, la realidad empezaba a perseguirme con todo y hedor. El paso de las semanas no trajo nada más que los mismos problemas y los mismos dolores repitiéndose, con breves escapes morbosos donde me jodía un poquito la vida de la forma que pudiese, más que nada rondando antros y otros calurosos hogares putativos, silencioso reviviendo la gloria de aquella vivificación que le devolvía frescura a mi cuerpo. No había vuelto a ver a la esposa de mi amigo pero ganas no me faltaban de repetir esa combinación de suplicio culposo que se goza a sí mismo y hasta se cree salvador. ¿No es culpa de él por no hacerla feliz? ¿No es santo quien cura el sufrimiento aunque sea por un rato? ¿Qué no un tango lo bailan dos? ¿Cuál quería ser yo, entonces? ¿El bailarín? ¿La bailarina? ¿El fisgón? Con preguntas parecidas intentaba justificarme nuevas visitas cuando, en los baños de un bar medianamente decente, me topé con una gótica de venas bien abiertas y tirada sobre un retrete desde donde abandonaría la mortalidad.

No puedo explicar lo que hice, no puedo explicar nada en realidad. Mi primer instinto fue el de cubrirla con mi abrigo, el segundo fue el de jalarla fuera del lugar. Sin correr ni apurarla, ir casi con calma, sosteniéndola del brazo para que no se cayese, dejando un rastro de sangre en el camino al hospital, dándole instrucciones que ella cumplía mansamente, quizá un poquito más allá que acá, y disfrutando del modo en que eso resultaba atractivo para mí ¿qué mejor vivificación que la que, de paso, evita que la afectada se mude para el otro lado? Le pregunté su nombre mientras caminábamos y murmuró Alicia, le pregunté su edad y me agradó enterarme que teníamos la misma edad pues, al final, nos gusta saber que alguien más está en el agujero a las mismas alturas de la vida que tú. Consuelo de tontos pero consuelo al final, y es que en situaciones como las nuestras cualquier consuelo es oasis. “Si los suicidas dan el último paso”, le dije mientras caminábamos al hospital, “es porque ya perdieron la perspectiva de cualquier consuelo, no les alcanzó la creatividad para ver una salida” y ella me observaba desde su obvia convalecencia con una mirada que, debo admitirlo, me ayudaba a respirar. Tenía aspecto de camorrera derrotada, de reina en exilio, de junkie emputecida y acabada, sin otra esperanza que de una vez irse a donde ninguno de nosotros la juzguemos ¿qué hacía yo vistiéndome de salvador de lo que, a todas luces, parecía un caso perdido? ¿la salvaba de un posible desfavorable juicio divino o me agenciaba puntos con cualquier dios en las alturas? No parecía, ella, una persona sencilla, pese a que la primera impresión era el juego oximorónico entre su aspecto tierno y su estilo gótico que le daba aires sensuales. Ahora que lo pienso, parecía un dibujo de Dean Yeagle. Las proporciones, las expresiones, hasta por las situaciones en las que se metía. Le faltaba el pelo rubio y el schnauzer tierno que propicia el accidente sensual pero inocentón. No podía evitar mirarle las piernas enmalladas, el corsé que apretaba la generosidad de su pecho, el negro intensificando el color de su piel y el de sus ojos ¿qué clase de salvador considera a una casi muerta como posible tire de una noche? ¿los puntos ganados por la buena obra alcanzaban a compensar los perdidos por los puros malos pensamientos? ¿es más pecado actuar que pensar, o ya desde el pensamiento estás condenado? No me fue difícil decir que yo era su primo hermano, ni siquiera me pidieron identificaciones, de pronto ya tenía permiso para quedarme en el cuarto que compartía con una viejita loca y un señor con quemaduras de cuerda en su irritado cuello, todos internos de un destartalado hospital. Eran compañeros de cuarto discretos por el día, inmersos en silencios imposibles que Alicia ni yo podíamos soportar, pero que agradecíamos porque camuflaban con su estruendo el propio del silencio que había entre ella y yo. Por las noches era otra cosa, si al principio pensé en la noche como el único momento donde podía pasarla dormido, evitando el angustiante silencio cómplice de no explicarnos qué hacía cada uno todavía acá, tanto la viejita con sus gritos roncos y agudos pidiendo que la dejen escapar, como los sollozos desgarradores que el don ese quería atenuar con la almohada, nos quitaron el sueño y pronto las noches se volvieron el escenario de charlas incómodas que intentaban no hablar de nada que no fuese superficial.

¿Qué tantas cosas nos perderemos por sucumbir a la tensión sexual y qué tantas otras perderíamos si no existiese tal cosa? De nuestro primer encuentro me llamaron más sus ojos moribundos que la sangre sobre los azulejos, y más me detuve a disfrutar del fetiche de sus ropas de gótica que a preocuparme de su fuga suicida o de estar en la rara situación de poder ser el testigo de un estertor. Creo que lo que me movió, y lo que tardé una semana de silencios en el hospital para confesar, fue que si la salvé era porque en medio de su agonía y desesperación tuvo el humor suficiente de mirarme a los ojos y decirme “¿qué quieres, buitre? ¿No vas a esperar a que me muera antes de penetrar?” con una sonrisa irónica y hasta trágica que me hizo excitar. Algo de mística hubo en que dijese «penetrar», algo que me hizo querer creer en el destino por la rara coincidencia de que supiese justo la palabra tan pensada mientras traicionaba la confianza de mi amigo, incluso me fascinaba que hubiera reconocido al carroñero en mí sin mayor problema en semejante situación. Era el destino, pues ¿qué otra cosa podía ser? Cuando al fin se lo dije sonrió y me dijo que me podía quedar y, bueno, ¿ya para que pelearla si hasta mi instinto me empujaba hacia allá? Ni modo que niegue mi naturaleza mal agüera, o tenga reparos cuando igual yo me pensaba matar. Hay que ser buitre nomás.

Desde ese momento empecé a notar otras cosas. De pronto los silencios matutinos y el infierno de las noches en el hospital se convirtieron en un remanso de confidencias que Alicia y yo, de un momento a otro, comenzamos a disfrutar. No nos decíamos nada importante, solo anécdotas tontas como la primera vez que bebimos, nuestros colores favoritos y otras idioteces como nombres de nuestros primeros y últimos todo, intentos muy pobres de describir sabores sin usar los adjetivos usuales o largas y detalladas descripciones de nuestros paisajes favoritos. Creo que estábamos buscando los extremos históricos de momentos memorables, la clase de preguntas que un suicida le hace otro para enterarse de los pequeños consuelos con que alimenta sus excusas para quedarse un cacho más. Fue así que descubrí que el mérito del salvador no está en llegar para arreglar el día, sino en saber cuándo hacerlo. Alicia tenía otro montón de problemas en su propia vida, que yo no alcanzaba a intuir. Una historia complicada, llena de excusas válidas para sentirse mal, aun si según ella lo que le dolía era que nada de la terrible tragedia que asolaba a su familia la lastimase de verdad. Un accidente de avión, un aterrizaje forzoso, un par de fierros fuera la garganta de papá, hermano, hermana, tíos, primos, y hasta una de las abuelas. Una tragedia griega, un festival de lágrimas donde sólo faltó que todos se tirasen a los féretros para que el asunto adquiera más melodramatismo y de una vez enterrar a la familia apestada con el hado maldito de mortandad. En todo caso, más de lo que Alicia estaba dispuesta a soportar. Lo que me dijo que le jodía era que de pronto su desgracia ya no era privada sino que estaba en todas partes y a la vista de los demás. Incuso yo recordé que había leído algo sobre la tragedia de los Saenz Valdivia; las muertes trágicas, la viuda inconsolable, las dos hijas que quedaban, una muy infanta, la otra Alicia, los lamentos por la muerte de tan magnifico empresario como fue el padre y el pronto cobro de deudas que dejaron a los Saenz Valdivia sin propiedad privada donde morirse, todavía debiendo, además, un poco por las deudas secretas del padre y otro poco gracias a todos los fastuosos entierros que quizá nunca alcanzarían a pagar. “Jamás entierres a un muerto con lujo” me repitió con asco en el rostro, Alicia, mientras la viejita gritaba “háganme caso, por favor” con tono entre caprichoso y asustado. La luz naranja apenas iluminaba las penumbras, poco se podía ver de las sonrisas tenues de Alicia pero desde ya supe que por esa pata coja era que la llegaría a atrapar, si quería vivificarla tenía que ocuparme de esa herida gangrenada que ella se negaba a mirar, ser el único responsable de apretarle sus pústulas, tragarme su pus y así convencerla que yo era un buen carroñero, que tras comérmela la iba a resucitar, no como todos esos abogados y cobradores que enloquecieron a su madre y le robaron porvenir a la hermana infanta que no veía hacía meses y de la que no quería hablar.

No quería hablar de nada, en realidad. Parecía que solo deseaba sufrir en silencio y sin que nadie la molestase. Excepto yo, no tanto porque lo permitiera ella como porque me lo permitía yo. Si me distraía en considerar sus opiniones era porque estaba buscando la mejor forma de vulnerarla. Su empecinado silencio me enseñó que provocar a que se enojen de inicio es un lindo atajo para resolver las cosas de una buena vez y que nada es mejor que los roces como para hacerle recuerdo a alguien de que todavía vive. Hay que recordarle a la muerta en vida que sus huesos aún tienen algo de qué temblar y si Alicia se empecinaba en mantenerme carroñeando pero nunca consumiendo de su carne, pues de alguna forma tenía que intentar yo vivificarla. No mentía cuando dije que me traía loco la sensación esa que le dejaba a uno vivificar de cualquier forma, aunque tampoco mentiré en eso y lo diré de lleno: me la quería tirar. Nada más.

Otros, la mayoría, mirarían con malos ojos ese brote de sinceridad, la simpleza con que uno puede admitir querer tirarse a la deprimida suicida que ha sufrido un trauma de esos fuertes. Ella no. Supongo que encontraba novedosa la sinceridad, por lo que me enteré después supe que había crecido en la Florida entre tipos pijos y jailones, poco enterada de la existencia de otros barrios más humildes y con menos propensión a consumir caviar. La muerte del padre había sido un duro despertar para quien se pensaba intocable en una vida perfecta en la que nunca nada le iba a faltar. No creo que entonces pensase eso, pero vaya que lo pensaba mientras estuvimos en el hospital. Y así, en silencio, me fui armando de todos los argumentos y estocadas que necesitaría darle para resucitarla en mi cama y no volverla a llamar. Me gustaba el drama pero tampoco me gustaba tanto, además que estaba ocupado en destruir mi propia vida como para ayudar a reconstruir la vida de alguien que no se atrevía a volver a respirar. Lo mío era distinto, no solo era algo químico que me tenía perpetuamente en riesgo de depresión sino que ya no pretendía esconderme de mis problemas al ignorarlos, el plan ahora era dejar que los problemas cayeran bajo su propio peso, que me arruinen de una vez para asentarme en el fondo del agujero y ya no saber nada más. Los ratos que no estaba en el hospital me los pasaba visitando a cada persona que conocía y les decía la verdad, mi verdad, acerca sus vidas. No siempre era linda la reacción y cuando lo era, y la que reaccionaba era mujer, aprovechaba para robarle unas horas en sus camas sin importar su estado civil o anímico, como para echarle más leña a mi pira funeraria que insistía en edificar. Qué me importaba si al final esos encuentros eran mis últimas cenas antes de rendirme al abismo de la tristeza y la soledad. Ya no tenía dinero para comprar mis antidepresivos, les robaba comida a mis confrontados o los abandonaba en el restaurant del encuentro sin dejar más que unos simbólicos 5 bs. para la cuenta. No bebía pero me fumaba para no pensar tanto y para que toda sensación fuese más intensa todavía. Esto último lo sabía Alicia, no todo lo demás. Del resto se enteró por casualidad cuando me encontré con una de mis vivificadas mientras mudábamos las pocas cosas de Alicia a un nuevo departamento que había logrado alquilar. Tampoco podía decirse que estuviese muy interesada en mi vida, para ella yo era el basurero emocional donde podía verter su dolor, el amable desconocido al que le cuentas tu vida porque presientes algo de tu desgracia en sus gestos, sus palabras y acciones. Según ella jamás me la iba a tirar, según yo no hay mentira bien lanzada que no pueda derrumbar una verdad.

Hay cierto perdón en mandarse un lindo gesto antes, o después, de haber hecho lo peor. Como para perdonarse a sí mismo por lo no tan malo que al final uno fue. Con Alicia empecé suave pero pronto el “pinche emo glorificada” no alcanzaba a generar lo que obtenía del “huerfanita de cuervo de ala rota”. Eran insultos que parecían amigables, como los que hace alguien torpe o desubicado, pero yo los pensaba mucho antes de decirlos. Uno de esos insultos bien construido significaba una diferencia enorme en el humor de Alicia. No era lo mismo tenerla rabiosa por la noche y lista para estallar, azuzada por todo un día de los insultos más sutiles y perversos que se me podían ocurrir, comparado al de una Alicia que se la había pasado sola y atrapada en las mismas miserias que un día la alejaron de la vida esa donde se creía feliz. Cada nuevo insulto, apodo y calumnia que yo decía de su familia la volvían loca y día a día perdía el pudor de golpearme, escupirme, arañarme, gritarme cada vez con más intensidad. Solo lloraba cuando me pasaba de la raya, lo cual para ser justos no fue tanto como uno esperaría de los límites de una heredera mimada. Y ahí estaba el detalle, en darle una excusa para salir de su abulia, obligarla a canalizar el odio y la rabia en un solo lugar, en alguien que no fuera ella. Me consta que le ayudaban nuestras charlas post-pleito, cuando nos sentábamos en su mugre sillón y nos fumábamos un cigarrillo, felices de todo el caos de nuestros gritos, lapos, salivazos y otros horrores de los matrimonios más desahuciados que nosotros parecíamos disfrutar.

Para mí planificar esas peleas era una delicia, pero vivirlas era, digamos, otra realidad. Terminaba uno rendido, con un placer de arrogante y el desmayo del descanso tras la maratón. Según Alicia era como la macurca, un dolor repudiado pero en secreto disfrutado, «casi como un masoquismo» decía y se ponía a saltar balando como borrega alrededor mío y tanto esa opinión como aquel gesto eran muy buenas noticias para mí, pues me confirmaba que por muy agotador que fuera iba a valer la pena, después de todo solo un cordero de verdad vulnerable y culposo pondrá su propio cuello al alcance del cuchillo y ni modo que al anunciarme carroñero no cumpla con esa precisa función. Verla cada vez más en contacto con su dolor me garantizaba que cualquiera de estos días la pudiese tener pandeándose debajo de mí, con una sicalíptica mirada suya clavada en mis ojos, en mi cuerpo, en donde fuera mientras se tratase de mí. Y esa ilusión valía mucho, entonces, porque me ayudaba a escapar de mi otra realidad. No quise decirlo antes, porque esta es la clase de cosas que solo admites en confianza, pero ahí va: para entonces mi atención estaba en destruir mi familia, no toda pero si una gran parte de ella, la que me daba asco, la parte traidora que se habían cagado en las penurias que pasamos con mis padres cuando yo era adolescente, antes y después de que me quedase huérfano de madre, con un padre más dedicado a darle comodidad a la ancianidad de sus padres que cultivar cualquier tipo de relación con su hijo o su moribunda mujer. Siendo justo tendría que decir que ese tren ya había partido hacia tiempo y que si la muerte de mi madre no nos pudo unir, entonces decidí que tampoco lo necesitaba y  escapé de mi hogar. A él poco le importó y creo que más bien fue un respiro, la excusa perfecta para dedicar todas sus energías a sus propios papás. Él no me indignaba, finalmente existía muchísima historia por detrás que de alguna forma justificaba todo eso, e igual pensaba yo que llegaría el día del ajuste de cuentas una vez que ya no le quedara nadie más. Por eso lo dejé en paz. Por eso y porque no había peor castigo que cuidar los caprichos de mi abuela, cada vez más senil y paranoica. ¿Cómo hace una serpiente para parir perros falderos? ¿cómo hacen estos para engendrar cuervos? Pero esa era una cuestión para después, me convencí de ello y pasé a observar formas de arruinar a los demás. Para mí es obvio que arruinarles la vida a mis familiares no era solo una forma de exorcizar el dolor por el abandono en que nos tuvieron, sino que era otra manera de cortar todos mis lazos para, después. mejor morir en paz. Era mi excusa tanto para ya no tener nada que pudiese atarme a la vida, como para quedarme en el más acá y por eso que le tiraba tanta pelota, que me pasaba mis horas de insomnio planificando bien qué haría y las de ocio atreviéndome a hurgar donde nadie me había llamado. El plan tenía que ser sencillo. Para los primos tendría que preparar la total y completa destrucción de su vida social, lo cual repercutiría en la vida de los tíos, para los que tenía que alistar cosas más específicas. De entrada perdoné a muchos que siempre se habían portado bien conmigo, aparte que entendí que tampoco necesitaba demasiado para ser considerado nefando a los ojos de otros familiares ni bien escucharan el rumor de mis fechorías. Mis victimas elegidas eran mi tía Carmen y su esposo Florian, para los que preparaba un infierno a la medida de sus bajezas. El punto final a la vida perfecta que a toda costa se habían querido fabricar.

Nada de esto sabía Alicia, pero se la olía. Aburrida de hablar de sí misma, un día empezó a preguntar sobre mí. Y al principio no dije gran cosa, pero a medida que ella se sentía mejor empecé a comunicarme más. Admito que fue un alivio, que hasta me sentía mejor pero ese bienestar solo le dio renovadas fuerzas a mis rencores y agudizó mi olfato para la revancha. Fue así que le encontré una utilidad al atractivo de Alicia, el mismo que a mí me tenía un par de meses intentando tirármela. Lo dije antes, era linda Alicia y a mí me gustaba el fetiche de sus atuendos góticos y todo el maquillaje que utilizaba, pero en una de esas tardes tras una temprana discusión mañanera nos encontramos jugando a los disfraces y pude verla usando vestidos de gala, trajes de ejecutiva, ropas de señora y de universitaria, diferentes aspectos de la que quizá habría sido ella de haber seguido vivo su papá. Y en todos esos atuendos parecía una persona diferente a la que yo conocía. Igual de atractiva como camaleónica, con aspectos difíciles de asociar, ya que no era lo mismo la imagen de una Alicia en vestido de gala y peinada por estilista que la de Alicia vestida de señora agobiada por su rutina. Era buena actriz, además. Muy buena, la verdad. Se metía tanto en el papel que, luego, era difícil sacarla del trance mientras le durase la emoción. Y esa era la clase de compromiso que yo buscaba, que necesitaba mejor dicho, para poder realizar de la mejor manera posible el Plan, que a todas luces no era nada complejo o intrincado. Era más bien simple: a él, Florian, lo delataba de adúltero y corrupto, a sus hijos los aislaba del resto de la familia con alguna clase de escándalo y lo demás era pura inercia. El asunto aquí no era tanto denunciar como evidenciar lo obvio. Mi tía era de esas que podía comerse kilos de mierda con tal de cuidar su imagen ante los demás. No era muy inteligente, pero sí astuta y tenía la sabiduría suficiente como para hacer la vista gorda a las numerosas infidelidades de su marido, quien la callaba con dinero y una vida cómoda en uno de los mejores barrios de La Paz, luego Santa Cruz, después otra vez La Paz. Tenían dos hijas y un hijo. El mayor era el hijo, Norberto, pero extra oficialmente ya no era bienvenido en el seno de esa familia por no sé qué líos que tenían doña Carmen y don Florian con la esposa que se había escogido su primogénito y otros líos más. La del medio estaba casada con un famoso cirujano plástico del que mi tía estaba enamorada y la menor vivía en Santa Cruz en un matrimonio tan de mierda como el que tanto le criticaron a mi madre cuando estaba viva.

Como dije el asunto estaba en ponerlos en evidencia, sacar sus trapos más sucios al aire y que todos vieran sus bajezas y vergüenzas. No podía imaginarme peor muerte para mi tía, ni mayor molestia para mi tío que ser puestos en evidencia ante sus hijos y la sociedad. Todo esto le expliqué a una Alicia que no paraba de llorar. Me dijo que algo recordó sobre sus padres y confesó no sentirse capaz de arruinar la vida de una familia como le habían hecho a ella. «Mierda, punto crítico» me dije y por un rato temí no contar con mi cómplice ideal, pero después de mucho chantaje emocional al fin aceptó al menos joder a los primos en su círculo social. Qué importaba. Total que eso era, de todos modos, la primera fase del Plan, y resultó aún más sencilla con la ayuda de Alicia, quien en su faceta de actriz y sus muchos disfraces, que un día robamos de su casa sin que nos descubriese su mamá, fue la carnada perfecta para introducirnos a las mundos de mis primos. Siempre disfrazados nos dedicamos a atender a eventos sociales donde sabíamos que estaría algún amigo de la familia y sacábamos información de todo lo que podíamos. Muchas veces ella tenía que quedarse sola haciendo algo llamativo mientras yo me escabullía a revisar los computadores en busca de mails o documentos que me dijesen algo acerca mi familia. No siempre conseguíamos nada, en especial porque nos teníamos que marchar ni bien llegaba alguno de mi familia, pero igual comíamos gratis y nos daba la chance de ser otras personas por un rato. De pronto nos metíamos mucho en el papel y teníamos bien pensadas las biografías y personalidades de nuestros personajes, en cada evento al que íbamos notábamos como nuestras actuaciones cada vez jugueteaban más con extremos histriónicos y escandalosos. Nos gustaba, nos hacía felices esa excusa para descansar de nuestras penas y preocupaciones. En su exhibicionismo y mi autodestrucción hallamos cierto solaz. Como si ya de por sí aceptáramos que éramos bichos raros con vidas de mierda que se encargaban de cagar más con tal de no tener que solucionarlas o de una vez tirarlas por el caño. Queríamos hundirnos, carajo. Y lo queríamos más porque también nos daba permisos para las libertades que nunca tuvimos. Ella era testigo del mundo del que su padre le había protegido, yo me enteraba de las cosas que nunca me enteré respecto a mi familia, encima nos dábamos el gusto de exorcizar demonios y fantasmas con esa farsa. Yo me vengaba por años de negligencia, ella se desquitaba con los suyos por atreverse a morirse y dejarla en tremenda cagada de situación.

No fue necesario mucho esfuerzo para llegar a la segunda parte del Plan. Ya infiltrados era más sencillo ir lanzando rumores que desprestigiasen a mis primos a ojos de sus amigos. Fue en el espacio de un par de meses de mentiras quirúrgicas y sutiles que pudimos convencer al mundo de que mi primo se había casado con su medio hermana y que el esposo de mi prima tenía un affair con su suegra. Mentiras infalibles pues se amparaban, relativamente, en la verdad. Si mis tíos no le admitían a nadie que odiaban a su primogénito, al menos se notaba el trato diferente que le profesaban, como más distante, más frío y hasta cargado de silencios. Por lo que me enteré de una prima hermana de mis primos, don Florian ya no hablaba con su hijo ni siquiera en un evento social y hasta con algunas copas de más admitía que se arrepentía de haberle dado vida y otras cosas de ese estilo que me contaban los primos de mis primos con caras de escándalo que escondían su morbosidad. Y no se necesitaba de un experto para notar que la suegra estaba camote del yerno, aunque claro ¿era convincente como para alcanzar a una verdad? Lo cierto es que la mentira no necesita mucho para volverse verdad. A los ojos de la gente, mis familiares eran ejemplares, gente buena y noble con las mejores intenciones y la familia perfecta. Eso los hacía una presa más suculenta de sus sospechas, de cualquier cosa que los confirmase como otra familia de mierda, más aun con acusaciones tan graves como incestuosas ¿es por eso que el Floriancito es tan sarcástico?¿Pero no le saca muchos años como para meterse con su yerno?¿quién se cree esa para serrucharle el piso a su propia hija?¿Es de verdad su media hermana del Norbertito? Entonces ¿la Carmencita es cornuda?¿tiene más hijos bastardos? ¿y la hija? ¿sabe? ¿sabe Norberto que esa es su hermana? ¡Y aun así se casó con ella! Después de un rato la sorpresa en sus rostros se convertía en asco y horror, escandalizados de haber compartido comidas con esos depravados y sus vidas pervertidas.

La fase tres exigía algo más tangible que rumores que señoras chismosas elegían creer. Necesitaba pruebas de que era mi tío un adúltero para terminar de mandar al carajo la situación de una familia que todavía no sabía la famita que se les endilgaba. Alguno de los amigos que hicimos en esas fiestas me mantenían al día con los chismes, mismos que ya habían crecido más allá de lo que jamás hubiera imaginado. Pero al final eran mentiras que proliferaban en el silencio de los chismosos y lo que yo necesitaba era una verdad imperdonable que los terminase de arruinar. Así fue que Alicia se disfrazó de empleadita y esperó a que hubiera vacante en la casa de mis tíos. Bien sabía yo que las empeladas nunca le duraban por esa costumbre de mi tía de enseñarles a ser perfeccionistas a base de gritos e insultos que muchas no lograban soportar. Total que Alicia eso mucho no le importaba porque no estaba atada a ellos y peores eran nuestras sesiones donde le tocaba las llagas y ella se ponía el limón y la sal en las heridas abiertas. Parecía mejor y más tranquila, establecida en una rutina que tenía de todo menos repetitiva. Sí estaba algo apagada, pero lo cierto es que yo andaba tenso esos días y no era muy fácil estar a mi alrededor. Aun peor, Alicia seguía sin dejarse vivificar, pero creo que eso fue porque en el proceso de hacerse a la imposible encontró el placer que a mí me negaba. Me preocupaba que todavía no contactase a su madre y hermana pero parecía más en paz con ello. Su lógica era que una boca menos de la que preocuparse era una gran ayuda y los mensajes esporádicos que mandaba desde celulares ajenos asegurándole estar bien le calmaban la consciencia de desaparecida. Mi lógica era que uno hace las cosas cuando está preparado para hacerlas sin enloquecer en el proceso. Las semanas siguientes las pasamos ensayando su acto de ignorancia y lentitud que volvería loca a mi tía y creo que logramos armar un acto bastante convincente, lo malo es que nunca lo pudimos usar porque, pues, conocimos a Fátima.

Era una chica más joven en la cabeza que en el cuerpo, era hija de un amigo de Florian, quien le sacaba treinta años. Eran amantes, de los que se ven cuatro veces por semana y siempre en el mismo motel, misma habitación, con el mes pagado por adelantado. La conocimos en una fiesta de unas amigas de mi tía Carmen, a la que nos colamos alegando ser los primos perdidos de Cochabamba. En situaciones sociales como esa la gente no le gusta dar cuenta de que no te conocen cuando tú, todo mamón, vas y los tratas con familiaridad. El asunto es que Fátima estaba ahí con su cara de corderito redimido, sus tremendos ojos celestes nunca mirando directamente, sus labios pintados de un rojo intenso, el vestido de gala todo azul eléctrico y su vaso lleno de leche chocolatada. Tenía un aire de las buenotas en los dibujos y los cómics, de esas que no dejan de sonreír, como si poblaran una dimensión alterna en donde estos problemas mundanos nuestros no son más que nimiedades, nada dignas de su atención. La corona fue un tatuaje en su espalda de un par de alas y el símbolo celta de la paz al medio, con eso yo no tuve otro objetivo que meterme entre sus piernas a toda costa para contaminarla un poquito. Me costó una rabieta terrible de Alicia pero conseguimos convencerla de ir a nuestro departamento a tomar unas copas y Fátima, en el papel de virgencita, primero no aceptó hasta que un susurro de Alicia la hizo dudar y nada más que la duda se necesita para que alguien horrible te secuestre. Y prácticamente eso hicimos, pero los culpables de que se loqueara fueron el trago y ella misma, pues ya en el departamento, y con un par de copas nada más, entró en un estado de euforia. Como niña pequeña preguntaba sobre todo y ni siquiera parecía escuchar las respuestas, de pronto pedía canciones, bebía y bebía y saltaba en el sofá y abrazaba a Alicia como si fuera su hermana y a mí me miraba como con ternura y picardía. No es necesario contarlo todo, pero la hice mierda en ese mismo sofá y a ella le gustó tanto que volvió por más a lo largo de la semana. En este punto yo no sabía que esta criatura era la amante de mi tío Florian, y me enteraría de la peor manera cuando, después de una sesión particularmente intensa, su celular recibió una llamada y en el id pude ver no solo el número de Florian, sino también una foto de él y ella besándose.

Momentos como ese son raros porque significan una oportunidad de inversión que dificilmente se volverá a repetir. Casi como viajar en el tiempo y que te regalen acciones mayoritarias de Apple, o como un trato de Vito Corleone. Simplemente no me podía dar el lujo de perder esa oportunidad. Me sentía tremendamente asqueado de haber estado con la misma persona que se acostaba mi tío, pero haciendo tripas corazón no me fue difícil mirar los candorosos ojos celestes de Fátima y planificar una forma de aprovecharme de toda esa información. Le hice un pequeño drama. No tanto por el asco que sentía dentro de mí, como por capitalizar una oportunidad tan caidita del cielo. Ella lloró, me lo contó todo, yo lo grabé, le juré amor eterno, me juró que lo terminaría, nos fumamos un poco de mota, lo hicimos con la pasión de los reconciliados, en realidad yo la quería agotada y dormida, lo cual logré y sin miedo ni vergüenza hurgué su cuarto, encontré fotos, cartas, emails y regalos que sospecho venían de la profunda billetera de don Florian. Todo. Miré hacia el rostro angelical de Fátima dormida y, por un instante, la quise con toda mi alma y al otro ya me escapaba hacia Alicia para contarle las novedades.

Lo malo del misticismo es que lo obnubila a uno de ver a su alrededor. O para ser sincero tendría que decir que es la excusa perfecta para dejarse convencer de algo, lo que sea, que nos permita construir certezas con raíces lo suficientemente poderosas como para aguantar cualquier embate de la realidad. Es un error muy común tratar de convertir a la fuerza cualquier argumento en axioma y con eso tener una solución rápida a la vida. Es el problema de confundir al azar con el destino, también es el problema con la sincronía, se confía uno no solo de la fortuna de haber estado en el lugar correcto en el momento preciso sino que sienten que se lo tienen que explicar, necesitan agradecérselo a algo o alguien y considerar que su deuda con el universo ha sido pagada, verse validados ante los ojos de un jefe supremo, una entidad cósmica, una deidad, y no tener que sentir culpa por disfrutar de cualquier bien que tienen por delante. Se aplica también a la desgracia ¿de qué otra forma se quita el estafado el sabor de la estafa? Con la misma leche amarga que le dieron a beber. Si me enojo porque me estafaron debería enojarme por haberme dejado convencer, total que ya me dieron hasta la excusa perfecta: no es mi culpa, me lo vendieron, me dejé convencer y con eso ya estas enganchado al perdón gratuito de un poder superior. Un negocio redondo y autosostenible. No es coincidencia que hayan tantas religiones y templos y rezos y santos y dioses y montón de cosas que por muy reales que sean, también te ayudan a justificar tus propias mentiras. El incidente con Fátima era demasiado bueno para ser cierto y desde niño que he sentido alerta cuando todo está muy bien, pero ¿qué podía esconderse detrás del candor de esos ojos azules?¿quién que se sonrojaba con miradas y se cubría los senos durante el orgasmo podía ser capaz de alguna maldad? Tampoco me detuve a sospechar mucho de ella, me enfoqué en el juego que controlaba e hice lo mejor que pude.

Reunimos las pruebas de la infidelidad de mi tío Florian en un enorme archivador ordenado de tal manera que el golpe fuera lento y cada vez más terrible. Me había leído toda esa correspondencia y mucha otra más en cosa de una semana. Mi tío era de esos cochinazos sentimentales que le demuestra a su amante que la ama dándole las contraseñas de casi todo, exceptuando la tarjeta de crédito. No solo leí los amoríos con Fátima, sino que tecleando “153962FS” me enteré del romance con Zuleyma, los encuentros con Josefina, las pensiones para Eva, las demandas de Cecilia, las visitas a Patricia y los horarios de Rubí. Era tan amable el universo que hasta me mandaba fotos, videos, mensajes de voz y confirmaciones via mail para compra de pasajes a exóticos lugares que nunca escuché a mi tía presumir. Era perfecto. Once días tomó clasificar el material, ordenarlo según su impacto y ponerlo en el archivador al que Alicia y yo llamábamos El Collage. Incluso nos dimos el trabajo de grabar cada mensaje de voz y video en dvd’s que incluíamos en el archivador. El Collage sería la obsesión de mi tía por un largo período de tiempo, el suficiente como para calmar mi propia rabia, la que guiaba a mi olfato hacia los lugares que más podían sangrar. Y ese era el problema: demasiado angurriento, entregado a las benditas justificaciones potenciadas por la mística que insistía en buscar, siempre en pos de ese encanto que tiene el mundo cuando se lo ve a través de la fe. Si nos escudamos en algo tan grande como es la mística es porque intuimos que ninguna de nuestras necesidades, pensamientos o deseos tienen la menor importancia. Toleramos, y hasta creemos, en la religión, en la fortuna, en el vendedor, por ser esos encantadores potenciadores que le dan alas a nuestro ego y nos colocan como los mimados de una entidad cósmica, de un concepto abstracto capaz de crear vida de la nada. Lo malo, al fin, de las revanchas no es que uno esté ciego, ni sordo, peor mudo de ira sino que se agudiza el olfato. De pronto lo identificas todo desde lo visceral, azuzado por la ira que te dice, te jura, te susurra que después tendrás tiempo para reparar la tierra quemada cuando la revancha haya terminado. Y sí, es cierto, aunque no del todo. Quema uno las naves con esa ilusión de que aparezca alguien lo suficientemente idiota como para intentar apagar tamaño incendio, que en nada se compara al conflicto interno que buscas expresar, quema uno las naves porque es más sencillo destruir que terminar de irse al más allá. Quema uno las naves para que lo miren, pero no siempre lo vamos a notar.

Todos caemos, carajo. Sea en estafar o ser estafados y no hay vergüenza en ello. Lo peor es estar al medio, en la parte gris y plagada de la aburrida sensación de duda ¿era mejor ese extremo, o el otro? ¿vale la pena? Después de un rato le hallas lo bonito a lo gris y hasta, en un descuido, encuentras felicidad e ilusión de plenitud. Con la mística, cómo si no. Pero nunca es lo mismo que irse a los extremos, ni tiene igual sabor, el del vértigo de casi morirse y el goce de por fin respirar. Tan visceral que no necesitamos a la mística para magnificarlo sino para protegernos de que nos desquicie. Y por eso caí, por candoroso. Planificamos todo para un lunes por la noche, movidos por el morbo de jugar con las supersticiones de mi tía, quien juraba que si el lunes ocurrían desgracias entonces la semana también estaría llena de ellas. Tocaría la puerta durante la cena, lo común era que tanto Florian como Carmen estuviesen, acompañados por mi prima, la del medio, que vivía a lado y mis sobrinos esperando a que llegué su papá. Estarían sorprendidos y bastante incómodos de verme, serían amables, me harían chistes culposos respecto a mi ausencia, cómo para lavarse las manos de ellos no haberme buscado tampoco, me preguntarían en qué trabajo, qué hago de mi vida y tantas otras cosas que yo no respondería. Me limitaría a entregarle su copia a mi tía, otra a mi tío, a mi prima, a su esposo, anunciar que las copias de sus otros hijos ya estaban siendo enviadas y que algunas habían sido mandadas, por error, claro, a algunos de sus amigos. Me quedaría a ver sus rostros y disfrutarlos, muy al margen de la apuesta que tenía con Alicia de si mi tía primero me atacaría a mí por actuar de Capitán Obvio, o a su marido, por fin, después de tantos años de aguantarse. Nos retrasó mucho, tener que hacer las copias del Collage, hacer los arreglos para que los entreguen pero en las vísperas de nuestro golpe era todo pura euforia y nada nos podía arruinar. Alicia me sonreía como nunca y yo no podía evitar sentirme, desde ya, algo aliviado. No hay peor ciego que el que puede ver, como quitándole la mística al famoso dicho en la espera de que rompiendo místicas pueda ver uno más claro a su alrededor. No comprarse la propia estafa, ni engolosinarse en las ofertas ajenas, cuidar el trasero propio y de los tuyos, tener planes de respaldo y siempre cuidar las ganancias. Enterarse que hay dimensiones en esto de la ingenuidad.

Por supuesto que todo salió más o menos como lo planeado, pero para nada cómo lo esperado. Los Collages llegaron a todos y cada uno de los que tenían que recibir uno y ya no sé si los habrán visto pero de que los tienen, los tienen. El problema es que hubo dos sorpresas esa noche. La primera empezó una hora antes de mi momento de partir hacia casa de mis tíos. Alicia estaba de un humor especial y yo muy nervioso cuando tocaron el timbre, nos sobresaltamos y nos preguntamos en voz baja quién podía ser, hasta que los chillidos alegres de Fátima nos cortaron la incertidumbre. La dejé entrar y rato más tarde me abalanzaba sobre la puerta para apresurarme a la casa de mis tíos. Nunca calculé que Fátima se tomase tan a pecho su vivificación y el pequeño drama que le armé para que me revelara sus secretos. En lo que sin duda consideraba el acto más romántico de amor supremo, la chica fue a casa de Florian y se reveló ante mi tía, le contó toda la verdad o, bueno, una verdad llena de censuras y disculpas ante cada lágrima que veía en los ojos de esa operada señora. Así las encontró mi tío, abrazadas y chillando, la una de rabia con su rostro inexpresivo de tanto botox inyectado, y la otra de arrepentimiento con su carita candorosa brillante y compungida ¿se esperaba ese giro de sucesos? ¿qué clase de pesadilla es que tu mujer y tu amante se lleven bien y a tus espaldas? ¿dónde, exactamente, está lo pesadillesco de todo eso? El lío adquirió nuevos carices y Fátima fue testigo silente de una discusión entre dos que pronto olvidaron la presencia de la tercera, lo cual le permitió escaparse a darme las buenas nuevas de nuestra exclusividad.

No pensé, solo me lancé a la calle con los Collages y paré el primer radiotaxi que quiso llevarme. Ni bien llegué lo que encontré fue la puerta de calle abierta y una seguidilla de decepciones empezaron a operar en mi cabeza ¿me lo había perdido? Maldiciendo mi suerte entré sin dudar y noté que en el jardín, que también servía de garaje, estaba solo un auto y no los dos que solía albergar. “No es nada” me dije y hasta me propuse que quizá ya no tenían dos autos como acostumbraban, que mucho podía haber cambiado en tanto tiempo y otras basuras parecidas, pero el pensamiento se me pinchó ni bien escuché los sollozos de mi tía en la sala de su casa. Entré, el suelo estaba lleno de macetas y adornos rotos, mi tía estaba sentada en un sillón para tres, lloraba a moco tendido con las luces apagadas sumidas en las sombras de la noche y una estela de luz de luna cayendo a sus pies. No dijo nada al verme, ni cuando me reí, peor cuando dejé un Collage a su lado y me fui. Más tarde encontré a don Florian en el Hotel Radisson y dejé su Collage como mensaje en recepción. Tras esas dos entregas emprendí el camino a casa algo triste pero más feliz que otra cosa. Mi madre no había muerto por directa culpa de esa gente, pero se sentía bien culparlos del abandono, destruirlos hurgando en sus cuidadosas hipocresías, hacerles doler lo mucho que me hicieron falta cuando ya nadie me quedó en el mundo más que un padre que estaba demasiado ocupado en sus padres como para ayudarme a lo que sea. Si dejarle el Collage a mi llorosa tía era un golpe bajo y en el suelo, eso no evitó que me sintiera tremendamente feliz al imaginarme torciendo un cuchillo imaginario que acababa de clavar en la boca del estómago de esa familiar detestada. Hasta el dolor y la tristeza parecieron ceder, me dieron la perspectiva de un mundo perfecto, uno donde el rencor calmado ya no sería un factor que me controlase y aun si era patético sentirme bien a la costa de la desgracia de alguien más. Estaba chocho de la vida porque hacía rato que no me sentía así de genial. No calculé que le arreglé la vida a mi tía con ese gesto cruel puesto que, mucho después, pediría el divorcio y presentaría el Collage como evidencia suficiente como para dar por muerto cualquier futuro que don Florian hubiera podido abrazar, sentenciándolo a una vejez amarga y pobre, solo y abandonado por los hijos que él alguna vez no dudó en abandonar. Como dije, eso le valió mucho dinero a mi tía y le arregló la vida en los modos que yo hubiera deseado le saliesen mal, pero eso no quitó que tuvo que mudarse y cortar relaciones con mucha gente clave de su importante circulo social. Igual que sus hijos hicieron, después de repudiarla, no dudo que haya rearmado todas sus farsas en Santa Cruz, que fue donde se mudó, pero nunca debió de ser lo mismo para ella hacerlo vieja, cornuda y divorciada a ser la señora perfecta de antes, esa con el marido que proveía y una familia ejemplar. Una hora después de la fechoría ya me sentía vacío, un tanto arrepentido pero todavía satisfecho. De menos le quité la facilidad a sus farsas e hipocresías, que sigue siendo poco considerando cuánto me costó todo esto. Por lo que sé nunca se volvió a casar y solo una de sus hijas le perdonó las infidelidades del padre. No los culpo, ni creo que lo haya hecho ella, después de todo habían sido criados en el cautiverio de esa hipocresía de la familia ejemplar. Yo mismo reflexioné y concluí que probablemente ellos no entendían la gravedad de sus acciones, justificadas por la creencia de pertenecer a la funcionalidad de esa dichosa familia ejemplar. Y, antes de la segunda sorpresa, entendí que mi mística había sido el odio y que ahora necesitaba ver la realidad.

¿Qué es lo peor de la verdad? Algunos piensan que su inevitabilidad pero olvidan al olvido, precisamente. Si la mentira tiene patas cortas, la verdad apenas camina con lo largo de las suyas. Y es justo por esa notoriedad histriónica que tiene la verdad, que lo peor es ser el último en notarla, en enterarse de ella y todas sus implicaciones. ¿Qué clase de simpatía es esa de cortarse las venas en una bañera? Te vas a morir, ya qué importa que alguien tenga que limpiar, total que no será tu problema y si decidiste abandonar este mundo es porque te recontra cagas en el alma y las opiniones de los demás. Lo que los suicidas no saben, o prefieren ignorar, es que una vez que se van de este mundo sus opiniones, sus deseos, sus preferencias se van a la mierda, se pierden en lo que los deudos necesitan. Los vivos siempre son el problema, son los que imponen sus caprichos internos disfrazados del “así lo hubiera querido el difunto”. Es una forma de lidiar con la pérdida de alguien y la consciencia de la muerte, pero eso no le quita lo hipócrita. Por eso los suicidas no deberían tener atenciones como cortarse las venas en una tina para que el agua se mezcle con la sangre ¿piensan que será más fácil, más cómodo? ¿Cómodo para quién, entonces? El muerto siempre estará cómodo, ya no hay nada ni nadie que lo pueda molestar y lo suyo será esa región innombrable que ninguno nosotros conoce pero que la mística nos ayuda a soportar. De seguro Alicia mostró señales que yo no noté, lo cierto es que elegí creerme la farsa de su sonrisa para mejor calmar esta sed de revancha que más se parecía a una indigestión de ego y autodestrucción. Nunca le pude decir lo mucho que me vivificó y jamás lamenté tanto no haber podido vivificar a una muerta en vida. Subestimamos, o sobrestimamos también, a las personas en base a nuestras conveniencias. Queremos la entrega absoluta hasta que la obtenemos y cuando lo hacemos nos gana el terror a que la plenitud sea más jodida que el vacío. “Qué cosa más pesada debe ser vivir el infinito” me puso en un papel que encontré a lado de su cuerpo inerte y desnudo en la tina. La sonrisa revanchista desapareció en un mar de lágrimas y lamentos, no me atreví a sacarla del agua roja y, siempre con la nota en la mano, me fui a recorrer cada cuarto para rastrear los últimos pasos de la reciente muertita que se pasaba en calidad de zombie al más allá. En la cocina faltaba el trozo de pizza que guardé para celebrar, en su cuarto estaba todo ordenado y empacado con la precisión de quien sabe que no volverá, en la sala habían muchos pañuelos usados y los borradores de la nota que al final me dejó.

Entre lectura y lectura fui comprendiendo que Alicia hacía rato que tenía planeado marcharse y que mi supuesta vivificación no fue más que una última distracción que se permitió antes de matarse. La nota era muy corta pero todo se compensó con el exceso de confesiones que fui encontrando en cada borrador y en su diario, que forcé cuando despuntaba el alba y mis ojos ya no podían llorar más. Así fue que me enteré que su madre se había matado hacía un mes y con ella se había llevado a la hija más pequeña en un suicidio brutal y hasta repugnante que Alicia tuvo que soportar mientras yo la arrastraba a fiestas de gente estúpida solo para darme la chance de una revancha tan tonta como fútil. En su nota de despedida, la madre parecía segura de que Alicia nunca volvería al seno de una familia desgraciada, a la que el sufrimiento se quería llevar al otro lado a toda costa y no encontró mejor salida que liberarla de la desgracia con el sacrificio doble que «calmaría la sed de este Dios cruel, hija mía». Los misticismos sostienen verdades y mentiras, pero que tan cierto sea algo no le quita lo mortífero. Mientras yo creía ciegamente en la revancha, la madre de Alicia se consolaba con la idea del sacrificio, por lo que pude enterarme después la señora no estaba en sus cabales pero tampoco nadie se ocupó de auxiliarla, ni internarla, nadie pensó en la niña, todos se encerraron a lidiar con lo que había pasado en soledad. Alicia no se perdonaba haber creído que su distancia le hacía bien a su madre y hermana, cuando lo cierto es que estaba movida por motivos egoístas. De haberla encontrado viva le habría dicho que no era del todo su culpa, que ella también necesitaba recuperarse en soledad y que su único pecado fue tardarse en animarse a buscarlas, a dejar de ver lo que ella quería y enfrentar la realidad. Como yo, que me arrepentía de eso mismo y le expresaba, tarde y motivado por una reveladora entrada en su diario, que yo también la quería, que hasta la amaba, y que yo también lo había descubierto la misma noche que  Fátima entró en juego con esa su presencia karmática que tanto terminó por marcar. ¿Quién sospecha de los ingenuos? Peor aún ¿quién se imagina que lo que lo joderá no será la astucia sino la mera ingenuidad? Ya no pude volver a ver a Fátima, no sé que habrá sido de ella, pero sospecho que sufrió y volvió a ser linda y finita, de seguro se casó con algún Florian que la condenará al destino al que se condenó Carmen. O no sé, estoy consciente que nada fue su culpa pero disfruto un poco esos pensamientos de ave de mal agüero. Si yo, señoras y señores, caí por engolosinarme de mi olfato revanchista y distraerme en estas ganas de vivificar, lo mejor que podía hacer tras tantas tragedias era aceptarme como el cuervo que soy y que siempre seré.

Cuando volví al baño recién noté que sonaba un disco de NERD en la radio que compramos para escuchar mientras nos duchábamos. A Alicia le fascinaba Pharrell, le encantaba que fuera tan feíto y atípico y aun así estuviera tan cómodo en su propia piel, como para hacerte querer bailar esos sus temas sexistas y plagiados. Solía pasarse horas vanagloriándolo a la par que le lanzaba esos insultos sutiles y venenosos de fan resentida e indignada. Se ponía intensa y así se veía sexy, le decía yo y la comparaba con Alesha Dixon en el video de She Wants to Move y ella se reía a carcajadas, se ponía un vestido corto e imitaba el baile de la actriz. Lo hacía muy mal pero igual a mi me encantaba verla feliz en ese baile que era aborto de sensualidad. “Lo que más recordamos de She Wants to Move no es tanto a Pharrell siendo tan peculiar, sino a Alesha Dixon probándose a la altura de diosa, una mera ninfa del baile y la sensualidad y la actitud” le decía mientras le robaba besos a sus cachetes, a su frente, a sus manos y hasta sus hombros, pero nunca en la boca, ni en los labios, jamás un beso donde hubiera contado para ver si nuestro romance la convencía de quedarse un rato más o terminaba de indicarle que ya era su hora de partir. Que al final eso pasó, pero sin darme a mí la chance de convencerla, sin que pudiese recuperar las oportunidades perdidas para vivificarla, estancado para siempre en el gris de las cosas, con preguntas que ya no serían contestadas y con ganas de desnudarme y unirme a ella en esa bañera en la que también podía dejar mi sangre para que quien fuera que limpiase la escena del crimen no lo pasara tan mal. “¿Y eso a mi qué me importa?” me dije entre llantos y miré distraídamente el dorso de la nota donde noté que estaba escrita otra frase que antes no leí. “¿Qué pasa, cuervo? Siga volando que afuera hay mucha carroña para que puedas penetrar”. Y lloré, claro. Chillar sería más apropiada palabra para ese momento de mierda en que abandonaba la anestesia emocional y permitía al dolor fluir en ese peculiar adiós a mis muertos. Dejé la nota a un lado, llamé a la policía y me metí a la bañera para darle un incómodo último abrazo a mi entrañable suicida, mi cómplice perfecta, un abrazo más para mis morbos mortales que para intentar robársela a la eternidad.

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Akira Toriyama es un genio. La forma en que avanza la historia de Dragon Ball Z responde a una estructuración narrativa propia de la novela. Podemos ser testigos del desarrollo de las vidas de los guerreros Z y su paso por el mundo, al cual defienden de temibles monstruos como Cell o Majin Buu. Interesante es notar los pequeños elementos que se van dando alrededor de las predecibles sagas (todos sabemos que triunfará el bien y que serán Goku o Gohan quienes salven el día) y que salpimientan de la manera más suculenta el relato que trae Toriyama.

Son las pequeñas cosas. Algún comentario existencialista del narrador, alguna acción, aparentemente, fútil de cualquiera de los personajes que cobra una relevancia considerable en el futuro, incluso las partes subidas de tono que censuran en la versión latina, todos esos toqueteos y comentarios pervertidos del maestro Roshi, hasta la mera existencia de Maron, tan parecida a Bulma, tan representativa de la imagen que nos hacemos de la ligereza sexual. Pero, a todo esto, creo que uno de los elementos más interesantes es Míster Satán y la fe ciega que el mundo le tiene.

Es fe y es ciega (aunque ambas palabras se impliquen la una a la otra) pues poco sabe la humanidad sobre las hazañas de Míster Satán, solo conscientes de lo que quieren saber y hallando la calma y la felicidad en ello. Al buen Míster lo conocemos durante la saga de Cell donde nos lo presentan, y se queda para siempre, como un payaso, un típico charlatán papanatas que se da aires de importancia, negándose a admitir que todo lo que sus ojos presencian son cosas más allá de su entendimiento. Míster Satán mira sin mirar las hazañas de los Guerreros Z y no solo se sorprende, sino que les teme. Les tiene un miedo tremendo, de esos que a cualquier humano paralizarían, pero que, en él, no alcanza a ser más fuerte que su arrogancia (no confundir con el orgullo, eso es terreno del buen Vegeta), esa su necesidad de ser admirado para saberse por encima del resto de la humanidad.

Personalmente, pienso que debe ser una felicidad cruel esa de sentirse por encima de los demás sabihqdefaulténdose un fraude. Incluso me atrevería a compararlo con el fardo tortuoso de angustia que deben cargar los plagiadores que han logrado triunfar sin nunca haber sido capaces de expresar una idea propia. Pero nada de eso parece molestarle al buen farsante de Míster Satán, quien se vale de fanfarronería, mentiras y mucha fortuna para ser testigo de situaciones peligrosas, de las que sale incólume, y que torcerá a su conveniencia a la hora de dar el relato de lo acaecido, beneficiándose de paso. Un tipo cómico al que, por lo general, si viéramos en nuestro día a día (trabajo, colegio, noticias) mostrando esa parte suya que tanto oculta, calificaríamos de despreciable cobarde y embustero; y ese es el héroe supremo de una humanidad que ha visto, y ve, cosas más impresionantes que Míster Satán pero que insiste en creerlo el más poderoso, ensalzándolo como a un Jesús de las artes marciales. Quizá de mucho más que solo las artes marciales.

Y ese es el otro lado que complementa este asunto: la humanidad y su fe ciega (redundando, nuevamente) en Míster Satán. Hay un punto en que ese recurso cómico que usa Toriyama para que la historia no tenga tonos tan graves se abre a una interpretación más seria. Míster Satán miente, sí, pero los que más se mienten son los propios humanos, pues son ellos quienes perpetúan la farsa de su salvador. No importará que hayan grabaciones de los juegos de Cell que delatan la cobardía de Míster Satán, o que lo hayan visto hacer toda clase de papelones en el torneo de las Artes Marciales en que participan el Supremo Kaio-sama y Kibito, ya que la gente elige vendarse los ojos y apoyan las mentiras que el campeón dice. Aceptan las excusas de tropiezos falsos, dolores de estómago que no lo dejan pelear, eligen creerle cuando clama que se dejó vencer en su pelea con el pequeño Trunks, o sus mil peripecias y embustes cuando Majin Buu es convocado. En ese sentido, tampoco importaría que la gente se enterase que la androide 18 lo chantajeó para dejarse vencer por él, ni siquiera tendría la menor relevancia que vean las peleas de los Guerreros Z, cuando ni les interesa si se quedan mudos y con los ojos desorbitados ante las manifestaciones sobrenaturales de los poderes de los Guerreros Z. Creo que hasta es posible decir que tendría nula relevancia si ellos mismos pudiesen volar como esos seres fantásticos a los que, deliberadamente, niegan reconocimiento. Para ellos las habilidades de Goku y sus amigos serán trucos sucios y baratos que no engañan al ojo supremo de su Salvador, pues su fe está basada en algo que ellos piensan que ha sucedido, creyentes acérrimos de ser poseedores de pruebas irrefutables y absolutas que nadie puede, ni debería cuestionar.

Sin embargo, lo más curioso no es la fanfarronería del suertudo Míster Satán, ni los velos a prueba de realidad que la humanidad se coloca para poder llamarlo campeón del universo, lo más curioso es que son los mismos Guerreros Z quienes terminan por alcahuetear los comportamientos de ambos. En un principio porque no les importa por mucho que a algunos SatanBlueEyesde ellos les indigne, pues es válido decir que tienen cosas más importantes en las que pensar que un don nadie dándose aires de algo que no es; después continúa sin importarles porque no tienen esa lujuria de adoración que posee Míster Satán, sea debido a que no se consideran dignos de ser adorados, quizás porque nunca son suficientemente fuertes bajo sus propios estándares, o porque todas sus vidas han conocido a seres impresionantes de poder apabullante que siempre los hicieron sentirse pequeños, hasta puede influir que algunos deseen cosas simples como una novia, una familia, paz interna, derrotar a un eterno rival o convertirse en un investigador, sea como sea lo más factible es que para seres que hablan con Kami-sama (Dios, literalmente) como a un cuate más, los embustes de Míster Satán y lo que sea que quieran creer los humanos no son asuntos que los inquieten o molesten, son más bien asuntos nimios que no merecen mucha atención, o mayor indignación que la de una maldición ligera o un par de ojos entornados. Los molesta, pero no les quita el sueño. Ya por el final los vemos deseosos de quitarse la molesta carga de la fama y la opinión pública usando a Míster Satán como receptáculo de algo que ellos no quieren y que a él, obviamente, le gusta. Tal vez por eso, al final de la serie, los vemos como cómplices del «campeón», además de políticamente emparentados gracias al matrimonio de Gohan y Videl.

Así que tenemos a todo un universo conspirando para que Míster Satán sea un héroe. A todos les conviene, sea para disfrutar la fama, o para evitarla, sea para tener algo que los ayude a levantarse cada día de sus camas, completamente convencidos de que no todo es basura bajo el sol. Y si bien este último grupo decide ver las cosas incompletas, no significa que estén por completo equivocados, después de todo aun siendo un papanatas mentiroso que vive de aprovecharse de la gente, no es que Mister Satán sea un bueno para nada. Quizá no sea tan relevante como se pinta, pero sus acciones son vitales para la resolución del nudo de la trama en las sagas que estuvo presente. No solo distrae al Majin Buu gordo, llegando incluso a convertirlo en casi inofensivo, también le salva la vida cuando Vegeta desea asesinarlo (rogando por él hasta las lágrimas), mucho antes de eso ayuda lanzando hasta Gohan la cabeza de número 16, quien convencerá al joven sayayin de que no hay nada malo en pelear para proteger al mundo (lo cual, junto al deseo de salvar a sus seres queridos, liberará el tremendo poder de Gohan), pero lo más relevante será que en la hora más oscura, cuando Vegeta arriesga su vida luchando contra Kid Buu mientras Goku junta energías del universo para formar una tremenda genki dama, en ese momento no será Goku, ni kami-sama, ni Vegeta quienes convenzan a los humanos de salvarse a sí mismos, será el mismísimo hombre al que eligieron como embustero oficial quien los salvará usando esas mismas mentiras, cerrando el círculo al convertirse en el héroe que siempre clamaba ser, sin serlo.

Es de locos. Y lo es porque no es raro encontrar ejemplos de esto fuera de la ficción; en nuestros pensamientos, creencias e ideales con los que procuramos explicarnos la vida los unos a los otros, en todas esas mentiras pintadas de verdades podemos encontrar alguna suerte de bondad, un beneficio que por muy grande que sea, al final, no justifica nada.

De todas formas, Míster Satán no es el único caso interesante en el universo que crea Toriyama, pues este es vasto y las historias narradas en él tienen interpretaciones muy divertidas. Pero me quedo con la pregunta de qué habrá pensado Toriyama al escribir a Míster Satán. Tal vez solo en un bufón que terminó siendo más profundo de lo que se esperaba, o quizá nos quiso mostrar un poco de lo que piensa de los humanos y la perpetuación de las farsas. Lo cierto es que todo esto está abierto a interpretaciones pues, una vez público, el personaje deja de pertenecerle al escritor y se vuelve propiedad de los lectores. Aunque, probablemente, no perderíamos nada con preguntarle.

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A las hipocresías nos gusta justificarlas hasta la sinvergüenzura, solo porque nadie disfruta de verse expuesto en ese tipo de mentiras: las sociales. ¡Qué pequeño fin del mundo que lo que  pensamos no salga maquillado! Todos hemos estado ahí, es decir frente a alguien a quien no nos convenía mandar a la mismísima materia fecal, mas no lo hicimos pese a que ganas no nos faltaban, y ahí nos confirmamos como –  buenos o malos – mentirosos. Seamos sinceros con el hecho de que somos mentirosos. Mentimos desde que amanece hasta que nos morimos, ya sea a nosotros mismos, o a otros; nadie se libra de la mentira. Y, claro, hay quienes lo niegan y reniegan de esto, se hacen llamar honestos o sinceros, convencen a todos de la mentira de que ellos todo lo dicen, todo lo expresan y nunca se guardan nada sobre nada, ni nadie. Pero hay otros que han convertido a la hipocresía en una parte de ellos mismos como un ritual más, que mantiene todas sus relaciones funcionando a la perfección, o al menos sin el peligro de caer mal o de que los lastimen. Ninguna hipocresía está exenta de una paranoia a la que los hipócritas llaman cautela, ni tampoco de cierta vergonzosa sed de sangre – que se antoja de matar a diestro y siniestro, pero se conforma con apuñalar por debajo – o de esa mala costumbre de eufemizar las cosas en un intento más bien patético de suavizar una estocada.

Claro. La paranoia, mascarar con represión a la salvajía y la capacidad de hablar en eufemismos son vitales para que un hipócrita tenga éxito al engatusar a alguien, puesto que son sus instrumentos más preciados a la hora de convencernos que, de alguna manera, nos quieren. Pues ese es el juego del hipócrita: lograr ser bien visto hasta por quienes él ve como nefandos, todo por darse más espacio para evitar batallas mientras él planea como ganar la guerra. Aunque no siempre sea una batalla lo que libra para hundir a un incauto, el hipócrita siempre tiene en cuenta estas cosas por si algún rato le resulta útil ver caer al otro. “Mejor tú que yo” es algo que todos pensamos cada día ante diferentes estímulos, pero hay que ser hipócrita para realmente llevarlo a diferentes niveles de planificación o satisfacción ante ciertas estruendosas caídas mientras simulamos un amor desmedido profesado hacia quien serruchamos ¡Qué placer más sublime ver al pendejo de al lado tropezar en la piedra en la que yo no he tropezado! ¿No me hace eso mejor que él? ¿No me convierte en el indudable vencedor de una lucha, nunca declarada, que tengo con los demás y los demás tienen conmigo? ¿No ha pasado nunca nada parecido por su cabeza?

Seguro que leer esto resulta chocante. Es como un insulto, una provocación de alguien que se atreve a decirme que soy una mala persona, sin conocerme, a través de un pinche artículo que quien sea puede estar leyendo, y quizá ellos sí sean esa clase de hipócritas malditos, pero yo soy un pancito del Señor. Si bien generalizo, sí hablo desde una verdad: nadie está completamente limpio. Quizá usted no se considere un hipócrita, y quizá no lo sea pero ello no significa que usted no sea otra cosa, mejor o peor. O tal vez si es un hipócrita, y tanto que ni siquiera puede ser sincero con usted mismo. Después de todo, en la sociedad de hoy en día, a la hipocresía se la ha casado con el decoro, y ambos parieron a la cortesía ¿qué mejor manera de justificar la mentira?

No nos confundamos. Hipócritas somos todos pero, ciertamente, hay quienes exageran el papel al punto de tratarnos de “querido”, “amigo”, “compañero”, “hermano” o tantas palabras que denoten una cercanía tan fuerte, resguardada por unos lazos inquebrantables en apariencia pero para los cuales conservamos el secreto de cómo hacerlos añicos cuando sea necesario. Incluso sin ese nivel paranoico de conspiración, piensen en cada ocasión que se encontraron con el amigo de su amigo a quien ustedes detestan. No se lo recibe con la misma alegría con que uno saluda a sus amigos, sino que se le da un trato más frío y cordial donde hiede a obviedad la poca simpatía que se le profesa al saludado pero aun así es difícil evidenciarla por todas las burocracias sociales. Y, claro, esto es decoro, esto es cortesía y amabilidad pero ¿en qué momento dejamos que exagerar esto, nos convierta en otra cosa?

Y tampoco nos engañemos. Nadie deja de lado las hipocresías por mucho que las odie, aun peor si le gustan. Las hipocresías mantienen ciertos balances en nuestros equilibrios, y nos salvan de enemistades innecesarias. Si bien es molesto encontrarse con uno de esos hipócritas obvios que sonríen en todo momento y lugar, también es molesto encontrarse con uno de esos sinceros a muerte que dicen lo que sea sin medir consecuencias. Lo cierto es que cada quién elige como vivir sus mentiras y que mentiras creer. Nunca pararemos de mentir, pero si podemos bajar el tono a la hipocresía. Y ese es mi consejo: tratar de evitar a los hipócritas obvios, para no terminar como Cayo Julio Cesar.

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Entregarse a la escritura es confesarse un mentiroso de ligas mayores. O al menos admitir que se desea ser uno. Los escritores pueden ser gente de distintas procedencias y costumbres, pueden tener diferentes formas de ver el mundo como cualquier ser humano común y, como justamente estos, miente. La gran diferencia está en que los escritores – o quien sea que aspira a ser uno- toma a la mentira y la convierte en un estilo de vida.

 
Escribir es tener la osadía de ponerle palabras a cosas, sucesos, vivencias que quien las escribe ha vivido, o cree que vive, o que otros vivieron y de las cuales el escritor no es más que un testigo mudo, o ciego, sordo, o presente, ausente, distante, cercano o tantos etcéteras entre las posiciones desde donde se puede escribir. Y es osadía debido a la naturaleza de lo que se cree que pasó, esa cosa tan grande y tan adscrita a las subjetividades. Después de todo, quién escribe, de algún modo se da el gustito de decir las cosas como las cree, como las ve y como las siente. Un escritor es ese tirano indomable que le da por presentar sus maneras de ver al mundo, y que encima se da el gusto de ocultar que nos está vendiendo sus pensamientos, que está ornamentando sus embustes para que los leamos y expresemos un agrado, un desagrado. Una reacción, al fin y al cabo.

 
Quizá deba acortar el espectro. Quizá no debería lanzarme a decir nada más que “escritor”, permitiendo que quiensea que escribe sus pensamientos en una hoja se sienta merecedor de estas palabras. O para que quienes no escriben literatura, necesariamente, se ofendan con el epíteto utilizado. Pero si aclarar que cuando hablo de escritores me refiero a esos que se dan a la tarea de inventar cosas, de crear mundos, de imponerse la disciplina de leer y escribir cada día, de no parar nunca, ni ante el temido bloqueo, ni ante las vicisitudes de sus pequeños infiernos. Hablo de esos escritores que a cada hora se lanzan a escribir aun cuando no tienen donde, hablo de los escritores disciplinados, insistentes y tercos que se atreven a algo tan temible como lanzarse a conquistar a una mujer tan especial como es la literatura.

 
Al fin y al cabo un escritor es un narrador que intenta retratar la alegría y la miseria de amar a una mujer en específico. Es ese desconsolado enamorado de la mujer más hermosa, de la más sucia, la más elegante, la que menos errores comete, la que más se equivoca, la más fea, la más impropia, la adecuada, inoportuna, groncha, cándida, perra, es esa mujer improbable que nos da celos presentarla a quiensea pues sabemos que hasta el más avinagrado no podría evitar enamorarse, y esa mujer (o cualquier nombre que quieran ponerle) es la literatura.

 
“You do it to yourself, and that’s what really hurts” dijo uno de los más grandes escritores de la actualidad. Y lo dijo de tal manera, que no hay forma de negarlo. Especialmente para un escritor que se entrega al extraño capricho de amar a la literatura, de amar el narrar, de quienes se enfrascan en el salto semi suicida de publicar, de quienes son capaces de asumir un compromiso con sabor a noviazgo que implica escribir una novela, o de los viajes cortos que son los cuentos. No será lo más glamoroso, no será lo que la mayoría quiere, puede que no seamos más que un hato de “lusers” mentirosos, alharacos y encima “artistas”, pero puta mierda, no creo que nadie que escriba se arrepienta de hacerlo.

 

¡Ah! Feliz año nuevo y todas esas cosas que se dicen.

 

¡Feliz ano nuevo!

Por Adrián Nieve/Diodoro

“¿Dónde se ha ido Dios? Yo os lo voy a decir. ¡Nosotros lo hemos matado, vosotros y yo! ¡Todos nosotros somos sus asesinos!

(Nietzsche, 1888)

Nací hace setenta años exactos y es todo lo que diré sobre ello. Quizá porque esa fecha no tuvo ninguna importancia sino hasta que cumplí cuarenta y tres, cuando dejé de ser un cualquiera y me convertí en profeta; eso no me aseguró ni la mujer ni la comida en la mesa pero sí la inmortalidad. Hoy me dicen maestro y me miran con temor, hoy miro con desdén y hago mofa de su credulidad. Quien sea que vea esta video confesión espero tenga un buen sentido del humor, sobre todo si fue uno de mis creyentes. Después de todo, no se juega con la fé de millones para luego confesar la travesura con tanta calma. Incluso con tanto goce. Me inauguré de profeta días después de que mi esposa me dejara, lo hizo por razones comprensibles, lo cierto es que no tengo la más mínima costumbre de higiene u orden, el trabajo tampoco es amigo mío y nunca quise su compañía; por otra parte si le había quitado a esa persona el vestido y la chapa de hembra lo hice con todo el sufrimiento de quien se sabe un hijo de puta. Vine a perjudicarla a ella, justamente tan santurrona, tan mojigata, tan perjudicable. Asumo que fui su peor calvario pues ni me casé en iglesia, ni le hice un hijo y, siendo sincero, en más de una ocasión a mí me dio asco acostarme conmigo mismo. Pero la resignación es así, es capaz de tragar mierda con tal de no claudicar ante la derrota, supongo. Segundos después que ella cerrara la puerta entre sollozos –dándose cuenta de la vida perdida conmigo – fue arrollada por un auto en plena calle; fui testigo de esto ya que salí al umbral de la casa con fin de despedirme y desearle suerte en su vida. No sé si con deseo de mofa o de sacarle jugo a la tortura de mi presencia hasta el último segundo posible, pero sé que viendo volar sus maletas, que dejaban caer su contenido en una mistura de calzones y corpiños multicolores, algo dentro de mí conectó y empecé a reír frenéticamente, ¿Por qué?, pues porque ella siempre había querido hacer algo con su vida, y no era culpa mía que hubiera decidido postergarla por mí y… bueno… los quince segundos de nuestra sala a la calle no le bastaron para lograr nada. Al día siguiente continuaba sin poder parar mis carcajadas, y eran tan sonoras y contagiosas que todo el mundo se reía conmigo. Lo cierto era que al no poder parar, ni siquiera podía dormir o comer o hacer lo que sea, estaba varado en una mortal carcajada que bien podía haberme costado la vida.

Ahora, no recuerdo qué diablos fue lo que me condujo a trepar aquel cerro, pero lo ascendí en solitario escuchando mis sonoras carcajadas perderse en el silencio de aquella noche, y lo hacía rezando fervorosamente. «Por favor diosito, no dejes que me muera, no así, no ahora, no me mates a carcajadazos que no me imagino muerte más ridícula.» Y no sé si fue la entrega ciega a mi fe de aquella noche, o si fue el hálito de muerte que mi carcajada interminable brindaba a mis días, lo cierto es que cuando llegué a la cumbre me esperaba un Cristo gigantesco sentado sobre una piedra. Mi reacción fue reírme. Aun en medio de semejante carcajada, como resignándome a la locura o a la muerte, quizá a esas alturas ya ni me importaba. Pero cuando ese Jesús habló, la carcajada cesó. Ni siquiera recuerdo qué fue lo que me dijo, tampoco me queda claro si era el diablo disfrazado o el mismísimo miembro de la Trinidad quién me dio el cargo de profeta. Total que no importaba mientras la risa cesase. Es mejor olvidarlo, pues a veces pienso que saber para qué clase de cretino predicaría me habría dificultado el trabajo.Y ahora que lo pienso, no podría continuar sin antes recordar cómo entré en consciencia de mi inmortalidad. No, no fue la muerte de mi esposa, aunque debo decir que librarme de ella me agudizó el oído que perdí por sus constantes quejas y mejoró el pulso que me temblaba con las tan seguidas ganas de golpearla que tenía. Tras el incidente con ese Cristo, me encontré a mi mismo en una planicie cerca del mar mediterráneo algunos años después sin la más mínima memoria de lo que había pasado desde aquella noche. Algo aturdido y cojudo, me levanté para toparme con el paisaje en que Gibreel y Chamcha habrían aterrizado tantos años atrás y caminé sin rumbo, pensando que todo aquello era un sueño prolongado hasta que llegué a una de esas fronteras donde la cortesía diplomática no necesita de copas y un buen vino, sino palos y balas. Cuando recibí el tiro en la cabeza sentí un fuerte dolor que se expandió a lo largo de mi cráneo y las órbitas de mis ojos, caí al suelo y desperté en una choza donde los afligidos padres de la muchacha, que sin querer había salvado al interponerme involuntariamente entre la bala y ella, me besaban las manos entre mocos y lágrimas. Ahí conocí a mi Magdalena, a ella parecía no importarle ni el aroma a podrido de mi cuerpo ni la obesidad transparentada en sudor que me caracterizaba. Esa mujer fue más que mi Magdalena, fue mi Aisha, eramos tan parecidos que nos comprendimos de inmediato, sus padres me la dieron en sinónimo de agradecimiento y ella aceptó de buena gana y sin poner ninguna queja.

A veces pienso que era aquel particular aroma que emitíamos, ambos, el que llamaba la atención de la gente antes que mis espectáculos suicidas. Y no saben lo curioso que me es haber olvidado el nombre de esa muchacha. Su presencia era como una herida leve, esas que arden de una manera adictiva, que te tocas solo para sentir ese ardor que te confirma estar vivo, porque ser inmortal es tan sólo otra forma de morir. La muchacha con sus modales tan tradicionales para su cultura, su entrega secreta cuando teníamos sexo, y el aroma consiguiente que nunca cesó de fascinar fueron un manantial en este infierno de la vida eterna. Estoy seguro que lo recuerdas espectador, de seguro que tú la viste allá por el inicio de mi prédica. Y debiste haberla deseado, todos la deseaban. No los culpo, su figura de ninfa era un ornamento a su aire tiránicamente atractivo, y muchos ojos la registraban exhaustivamente ante la sorpresa de mi enojo. Tenían la osadía de retarme mirando a mi mujer. Tenían el descaro de menospreciar mi autoridad imaginándose con ella en quién sabe qué actos de coito y lujuria. Y si la hice apedrear por los feligreses fue porque no existe mejor cura a la fe que la muerte del objeto divinizado, aun mejor si eres tú quien mata al objeto ¿O me dirás que aun habrían religiones judeo-cristianas si es que alguien se apareciese con el cadáver de Dios por la tele? Y acusarla, gozando ante la delicia de sus mansos ojos aceptando lo que es mejor para mí, fue la mejor manera de mostrar cuan absoluto soy, cuan fuerte es mi palabra, esa que todos atribuyen a ese Dios todopoderoso ¿Lo recuerdas no? Su cuerpo destrozado, luego profanado y nunca enterrado mas que en los estómagos de animales carroñeros, muerta en la misma planicie donde sin querer la salvé para añadirle un sentido de poesía a toda esa charada.Ahí aprendí que un profeta debe poder matar con su prédica a quienes se le oponen, y evitar que estos lo maten a él. Mi inmortalidad me salva de destinos patéticos como los de aquellos asesinados por snipers o pistoleros de morandanga. Mi inmortalidad solo me deja a los enemigos ideológicos, a esos símbolos que podrían alzarse más allá de mí. Y ella era uno, tenía que morir, tenía que eliminar su trascendencia si quería sacarle algo a mi inmortalidad.

Sí, espectador: soy inmortal. Soy de esos que no envejecen y nada puede matarlos, viviré para ver cómo los años pasan y el mundo va cambiando, estaré acá para cuando tus descendientes sean polvo puro y el mundo acabe. Y no sé si así moriré al fin o si quedaré flotando eternamente en el espacio en espera de llegar, tarde o temprano, a nuevos mundos. Pero no nos alejemos al futuro, centrémonos un momento en este presente aciago. Bueno, aciago para tí. Que si yo grabo este video es para dejar constancia de mis actos y que los miles de seguidores que esperan afuera de esta habitación por mi sagrada palabra se enteren, de una buena vez, de la clase de desgraciado que seguían ¿Cuántos crees que lo aguanten? ¿Cuántos lo negarán alegando una falsificación? ¿Cuál será el conteo de suicidios de este día? Si soy un profeta, no es porque diga cosas que algún santo o demonio me comunicaron. Soy un profeta demasiado humano, de esos que improvisa parábolas vacías cuando estoy frente a multitudes porque yo sé muy bien que no hay mejor garantía de éxito que la fé del prójimo. Si yo hubiese dicho a mis feligreses que el fin del mundo sería mañana, con la vasta cantidad de seguidores con que contamos, podría apostar que tranquilamente sus lloriqueos y pánico habrían traído un verdadero fin del mundo. Soy un cretino inmortal con la habilidad de predicar una Palabra vacía, una sarta de mentirotas a las que los más desesperanzados se aferran como bebé a un seno. Mis palabras son el maná, mis pensamientos son Dios, sin mí hace mucho que incontables centenares se habrían mandando a sí mismos a la mismísima mierda y hay un triunfo vacío en saberlo, hay un placer estúpido en disfrutarlo.

Ahora bien, volviendo a cómo llegué donde estoy, diré que el verdadero reto no fue lanzarme de los puentes o caminar sobre el agua para sorprender a la plebe. La plebe es ignorante, ergo fácil de sorprender. El verdadero conflicto fue crear una ficción. Aprenderás como mi predecesor aprendió, y como yo aprendí, que todo en este mundo es un circo, que todos cumplimos un rol en la gran ficción de la vida. Pero mi reto era doble; verás, mientras unos hacen el acto de guiar, otros realizan el acto de seguir, pero eso es vacío, lo que necesitaba para dar fuerza a mis palabras y acciones era mover a la gente para que no haga un acto, sino para que su acción esté guiada por la voluntad de la verdad, cuál, te preguntarás, y la respuesta es muy sencilla: la que ellos crearan. La gente buscaba un sentido que sus creencias no les daban, que la familia minaba, que el consumo asesinaba, que no iba acorde a los deseos del mercado en que vivían, masas de imbéciles incapaces de dar sentido a su vida y yo, pues, era el más indicado para dárselas al no tener aspiraciones ni deseos pero estar bendecido, o quizás maldito, con la eternidad. Yo era un significante vacío listo para ser llenado, un recipiente al gusto del consumidor, tan solo necesité decirles que sean en mí como quisieran ser en sí. Una quimera de desenfreno que respondía a sus necesidades humanas, las necesidades salvajes de la brutalidad, de la violencia, la lujuria y la gula en las que exceden capitalmente, en un mundo donde todo, o casi todo, es una excusa para la masturbación constante. Nuestros feligreses, antes de mí, vivían vidas masturbatorias donde consumían lo que los vendedores comerciaban y anunciaban, lo compraban para desecharlo dos días más tarde, con el vacío aun en sus pechos bullendo intensamente, preguntándose porqué teniendo todo aun estaba esa angustia asfixiante. Si digo que yo represento un vacío a ser llenado, es porque mis mentiras son tan horrendas que cualquiera prefiere creerlas. No solo porque son demasiado terribles, te equivocas mí querido espectador si eso es lo que piensas. Mis mentiras son terribles mas son esperanzadoras, pero además mis mentiras brindan algo que ningún producto que el consumismo ofrece puede brindar: saciedad. Si sufres hoy por haber comprado el celular que no servirá mañana, cuando te conviertes en un creyente de mi senda, de repente puedes abrazar cualquier frase mía y ensalzarla como un bálsamo a tu angustia, de pronto sentirte completo en lo incomprobable y mandar al cuerno a todo vendedor de fetiches, a todo comerciante que se plante en tu delante ¿Quién necesita al mundo y sus muletas cuando tienen la savia de la ceguera?

No te confundas, creer puede ser una ceguera, una sordera, ambas inclusive pero siempre conllevará a un mutismo leve. Creer puede significar saciedad, creer es llenar ese vacío donde te prendas de palabras que no entiendes y les das un sentido a tu medida, o mejor dicho a la medida de tus caprichos. Y te conozco espectador. Sé que el primero que verá esta suerte de confesión televisada será a quien nombre Papa de mi Iglesia y no sabes cómo me ahce reír eso. Perdóname, pero, como antaño, me rio a carcajadas imaginándote intentando explicar lo inexplicable, porque tú y yo sabemos que este video será destruido en cuanto termine. Y no porque aprecies a los feligreses, no porque creas en el evangelio falso que he proporcionado a este mundo, cuya veracidad fue sostenida por mis actos públicos de suicidios que acababan en mi persona con vida. Si tú destruyes este video será para no perder el poder que ahora probaste, dedicarás tu vida a mis mentiras, tal como mis esposas, y morirás del mismo modo, mientras yo sigo lastimando a este mundo con mis profecías nefandas, usando diferentes máscaras en distintos tiempos. Y reiré mientras me consuelo con que no importa si fue Dios o el Diablo quien me habló esa noche, lo único que de verdad importa es que está de mi lado.

Seguramente te estarás preguntando porqué siendo yo inmortal te dejo a ti, que morirás, mi iglesia. Te preguntarás porqué los abandono y no porque les mentí. Te preguntarás el porqué de mi alejamiento repentino, justo cuando los feligreses parecen multiplicarse mágicamente alrededor del mundo. Pues bien, déjame decirte que al ver esta cinta estás adentrándote al umbral, estás en las puertas mismas del principio y del fin, este momento es el más importante de tu historia, estás presenciando la creación del mito, que no es otra cosa que una mentira muy grande para ser clasificada como una. Y ahora espectador mío, único conocedor de la verdad de mis mentiras, también te preguntarás a donde voy, y lo harás porque no sabes por qué te dejo la insoportable carga de anunciar que el profeta ha muerto, pues te diré que no voy a la derecha de un padre, hijo mío, no voy a seguir siendo un profeta. Si me voy es porque planeo tomar su trono. Voy a robar la gloria de quienes me antecedieron, voy a mirar a Dios o al Diablo, cualquiera sea mi benefactor, a los ojos y viviré gracias al don que se me ha otorgado. Voy a mentirle a un mentiroso constructor de verdades y voy a ganarle en su juego. Voy a hacer que toda patraña por mi contada ascienda al reino de lo comprobable. Voy a brillar en el vacío de las imposibilidades.

Dicen que las mejores ideas ocurren (o se van por) aquí.

 

– «Por eso sé que puede ser vencido. Porque es un fanático. Y el fanático siempre está ocultando una duda secreta»

George Smiley, de Tomás Alfredson

 

Si les das tiempo suficiente, las discusiones o debates llegan a un punto de acuerdo mutuo.   Sea en las opiniones o en los mismos desacuerdos, puede verse como ambos debatientes, que antes no concordaban con algo de manera venenosamente elegante o visceralmente brutal, llegan a un punto en que no pueden negar que han descubierto un punto en común. Lo divertido son las maneras en que se lidia con esto, hay quienes logran convertir al otro a su punto de vista y otros que ignoran estos parecidos mediante la simpleza de la negación o el relativismo forzoso (esa manera peculiar de rendirse sin ceder) y, de todos modos, se empeñan en destrozarse mutuamente bajo el velo de decirse lo mucho que están de acuerdo con el otro, haciéndose amiguitos con la falsa paz del “Son puntos de vista”. Tristemente los primeros son jodidos que quieren ser admirados, cuando menos que se consideren sus verdades como absolutas, y los segundos son o flojos, o hipócritas, o apáticos, o quizá se dieron cuenta que la verdad es que ambas posiciones son mentiras porque toda verdad es una mentira que alguien eligió creer.

Lo que recibimos como educación (ese paso por las instituciones del colegio, la universidad o sus variantes, donde se nos enseña a encajar en la sociedad y lo que esta dice del conocimiento) es el producto de las investigaciones que la humanidad ha llevado a cabo durante milenios, mismas que se han actualizado a través del tiempo. Teorías han reemplazado a otras, verdades han sido declaradas mentiras pues otras verdades les quitaron el trono, modos de pensar se han considerado obsoletos y otros han fallado en retratar fenómenos de la realidad.

El meollo está en que la realidad es algo demasiado grande para lo que el humano la pueda abarcar en su totalidad. Si bien hay aproximaciones como la física, la matemática y otras ciencias, ellas solo pueden abarcar ciertos límites, e incluso son ellas mismas quienes dicen que necesitan mejorar sus alcances y definiciones para poder comprender mejor lo que Es la realidad (un “es” con mayúscula, un “es” absoluto, la última definición de lo que es el “es”), y es así como un tiempo se daba por sentado que X era Z, mas hoy en día se sabe que Z no es X, sino que en realidad es Y. Lo gracioso es que en el futuro puede que se diga que Z es, fue y siempre será R. El humano se ampara en absolutismos para poder salir adelante,  para que el terror de la incertidumbre no lo destruya, por eso se inventa verdades  y cree en ellas, para que la desesperación de admitir que es tan solo un moco triste no lo mate.

No se equivoquen. Una cosa es que ustedes crean que deseo provocar a alguien con estas cosas, otra es que lo haga solamente por eso. Si la gente vive feliz en su verdad, bien por ellos. No seré yo quien los saque de la belleza de sus absolutismos (es posible que ni yo, ni nadie, quizá, pueda) puesto que no hay muchas maneras de probar que lo que creen no es así, solo existen formas de comprobar que puede no serlo. Si lo que quiere uno es intentar llegar a aproximaciones de verdad tendría que dedicarse a la epistemología y morir deprimido.

Pero es que ahí que está la gana de adscribirse a una verdad. Probarla. Meterse a una corriente específica, designada, comprobada y aprobada que permita aproximarnos a una verdad que nos de la chance de sentirnos poseedores del Conocimiento Absoluto. Por muy torturado que te sientas, aun te queda el consuelo de creer que sabes más que los demás. Y puede pasar, no se niega que, en efecto, sepas más en ciertas esferas del conocimiento pero eres un pobre pelotudo en otras y no alcanzas a ver como a otras personas les funciona ser simples religiosos, o personas supersticiosas, o científicos y filósofos que se aprenden de memoria párrafos enteros de pensamientos ajenos, o tantas cosas de entre demasiados etcéteras. Y te sientes superior, aun cuando ambos están al mismo nivel.

¿Cuál es la mejor manera de manejar la tensión que ocurre cuando tu verdad, sustentada por tus mentiras, es confrontada por la verdad de los otros, sustentada por sus propias mentiras? Quizá eso depende de quienes confronten sus opiniones. Efectivamente hay gente que ha de tomar su argumento de forma dogmática y no analizará ni propondrá nuevos puntos de vista, pero siempre hay un punto de crisis, quizá cuando encuentra similitudes, quizá cuando sus verdades tiemblan ante los argumentos de las otras verdades que, para cada uno de nosotros, por supuesto, son mentiras.

Todo es mentira, así como todo es verdad. Todos estamos en lo correcto (pues en la vida diaria todos aplican diferentes filosofías y estrategias, diferentes pensamientos y métodos y les sirven, de alguna manera el método más científico puede ser tan útil como el misticismo más fantástico) y todos estamos equivocados (pues según cada línea del pensamiento son los otros quienes se equivocan, quienes no llegarán a la verdadera plenitud, a quienes tendría que salirles las cosas mal pues lo hacen de la manera equivocada y obtienen, sin embargo, los mismos o, a veces, mejores resultados). Quizá cada línea de pensamiento ha identificado una verdad pero no por ello lo es, simplemente es lo que quisieron llamar verdad o, si se quiere, lo que ellos pudieron comprender de, lo que desean que sea, LA Gran Verdad.

Y nunca la identifican. Parten de la premisa de que buscan una aproximación a la misma y, a partir de ello, llegan a conclusiones absolutistas, no pueden pensar en una idea de verdad inalcanzable al objeto cognosente podría decirse que para todos hay verdades pero nunca sabremos si lo son por el mismo hecho de pensar que pueden no serlo, o que todo es una mentira. La cosa está en que tan bueno eres en defender tus absolutismos, tu ilusión de completitud. No olvidemos un punto importante: la certeza. Los humanos viven en la Creencia, confundiéndola con la Certeza. Si es que hay, o no hay, una verdad última es una cosa que está más allá de los esfuerzos humanos: es un simple “no lo sé”, o un escueto “que se yo”… y por eso el humano elije ampararse en su creencia creyéndola certeza, incluso todo lo que digo precisamente aquí, o lo que sea que concluyó quien sea que haya leído estas palabras, son formas de lidiar con esa angustia de no poder aprehenderlo todo, con la imposibilidad del conocimiento absoluto, con el poco control que tenemos sobre la realidad, nosotros, los reyes y reinas de la creación.

Especulemos con la imagen

Hay inseguridades que pueden terminar por asesinar lo que nos queda de valientes. Pero, eso sí, las inseguridades son madres de muchas dudas y más de un arrepentimiento. A las inseguridades no se les puede decir “FUCK YOU” así nomás, pues incluso al hacerlo se asoma un pequeño atisbo de reconocimiento de la propia mentira, después de todo no es fácil reconocer las flaquezas en uno mismo y tutearlas con la convicción del deseo de ustearles. A las inseguridades se las tiene arraigadas en algún lugar del ser, se ocultan en plena vista cizañando a las creencias, dinamitando los egos, ocultándose en las certezas y bien protegidas por mentiras que desearíamos que fueran verdades. Una persona, como tú o como yo, es esa que va por la vida verborreando extensos monólogos internos, preguntándose si debió comerse la torta del desayuno antes o después de vomitar, desvelándose por alguna frase malintencionadamente inocente que alguien dijo, repitiendo las palabras de un rechazo, incrédulos ante las aceptaciones, decididos ante sus apariencias pero de nuevo desinflados frente al espejo. Las inseguridades son como los desconsuelos, no se van sin dejar huella.

O cicatrices, si se prefiere el drama. Como sea que se lo llame, es una impresión fuerte el recordar cosas que no hicimos bien o no hicimos para nada solo para ponernos a mirar al suelo (algunos por segundos, otros por minutos) para dedicarnos a sabotear con alguna memoria estúpida, o un pensamiento disfrazado de sentimiento, nuestra regalada gana de hacer algo. Mustios o arrogantes nos apartamos de actos para ceder a los insultos de alguna inseguridad de turno. Arrepentidos nos largamos a odiarla a la Inseguridad (pues siempre hay un iluso que cree que hay una sola, así como está el necio que se cree libre de ellas) y a disfrutar de sus hijas, las dudas y su prima, el Arrepentimiento.

Por supuesto que hay quienes se amparan en la deliciosa femme fatale, la Mentira. Esos que se sienten tan seguros que, aun así, dudan de que alguien pudiese romperle la crisma a sus creencias. Si nos movemos en la lógica de la patraña social, pues obviamente somos todos perfectos copos de nieves, únicos, luminosos, comunicativos y completos. No es que critique a la mentira, sería imposible dado que es la misma mentira la que nos permite continuar con nuestras vidas, pero intentando nombrar a la verdad diré: “todos mienten, y sabemos que nos creemos nuestras mentiras.” ¿Quién mejor que uno mismo para venderse la Más Gran Patraña del Mundo? Hay quienes, con tal de ignorar a sus inseguridades, se compran Chocolates Calientes para el Alma y lo beben con esa forzosa lentitud de no un, si no EL Secreto (a gritos) que les da Paz a sus Vidas, sensación de que nada anda mal, que Dios o Alá o Quién Corresponda los mueve como lindas marionetas. Los humanos preferimos vivir en la mentira de la completitud, en el engaño de la creencia absoluta ¿Quién puede culparnos? ¿No es el mundo un Real tan atemorizante que necesitamos escudarnos en mentiras imaginarias, en símbolos omnipotentes que nos salven de la Verdad con muchas otras verdades? ¿No es verdad que si ese Jesús de la biblia hubiese dicho “que lance la primera piedra quien esté libre de inseguridades”, Magdalena habría perecido 2 minutos más tarde sin más trámite?

Es cierto que la gran mayoría dirá que las inseguridades son algo “malo”, que los inseguros nunca llegan a Roma o alguna sandez de esas. Lo cierto es que tendemos a etiquetar de “bueno” o “malo” muy rápidamente. Hay inseguridades que pasan por prudencia, así como hay inseguros que posan como calculadores. Es un error saltar a etiquetar a las inseguridades, después de todo ¿hay algo absoluto en la vida? ¿Es correcto decir que mi verdad es la tuya y la de todos los demás? ¿O simplemente nos gustaría, pues así lo creemos, que todos pensasen como pensamos? ¿Es tan imperdonable algo como dudar de uno mismo? ¿Puede un humano alcanzar omnipotencialidades sin metamorfosear a las mentiras en verdades? Entonces ¿por qué nos torturan tanto nuestras inseguridades? Simple. Son ellas las que se encargan de limitar el alcance de las mentiras que lanzamos sobre nuestro ego. Pero esa es mi mentira, digo mi Verdad.