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Empecé mi año viniéndome dentro la esposa de uno de mis mejores amigos, de ahí en adelante todo fue cuesta abajo. No diré que no me moría de ganas de meterme entre sus piernas, pero tampoco quería dejar posibles evidencias que señalaran mi total e inequívoca culpa en todo el asunto. Soy de esos que lanzan la primera piedra y con la misma mano niega haberlo hecho, solo para poder lanzar un par de piedras más. Señoras y señores, soy el único culpable de mi propia autodestrucción. Si de pronto me abandoné al orgasmo fue más por susto que por saña, cuando los fuegos artificiales que anunciaban el nuevo año me sorprendieron intentando retrasar mi corrida pensando en cosas aburridas como las matemáticas, ir a la iglesia o las resacas que le siguen a toda borrachera; tarea difícil cuando todo me excitaba tanto. Supongo que lo necesitaba. No. Lo necesitábamos. Todo, pues. El encuentro fortuito, la excusa de la festividad, la ausencia no solo del marido sino de las preguntas, la ilusión de que el mundo no es una jungla, el whisky, el singani, la cerveza y el fernet, la presencia de otros, cómplices de los albores de nuestro pecado, además de la mota redentora, patrocinadora de charlas diferentes y sensaciones más profundas que en un punto nos evidenciaron como coquetos culpables de querer hacer algo perverso con nuestras vidas. Finalmente estábamos haciendo algo para no sentirnos tan dentro del pozo de mierda en el que jurábamos que estábamos. Ella frustrada por un matrimonio difícil, por un rato liberada del bebé que le robaba la juventud, yo en lo más bajo de un autocompadecimiento injustificado por la muerte de mi madre que no lograba sacudirme ni con las verdades más crudas siendo dichas en mi cara. Me dolía el pasado, me dolía que la gente se alejase o que muriese o, peor aún, que quedasen muertos en vida. Me sentía una piltrafa humana incapaz de nada y temeroso de todo. Ella también, pero de otro modo, uno que yo no alcanzo a entender pero que intuyo terrible y difícil de aguantar, aunque al final ¿qué clase de sufrimiento capaz de dejarte muerto en vida es fácil de soportar?

No era fea, al contrario, era de esas guapas que han perdido lustre a fuerza de una rutina que no supo controlar. Tenía veintitrés cuando tuvo a su hijo y no supo bien en qué momento terminó casada, cada vez reconociendo menos al novio en el esposo, ansiosa de ser notada pero apenas pudiendo encontrar su golosa belleza en el espejo donde una mujer cansada le devolvía la mirada. Aquella era su noche, no la mía. Los tragos, los otros presentes, la mota fueron las excusas que se fue consiguiendo para hacer caso a un juego de miradas que ya teníamos instalado en nuestras interacciones desde hacía rato y aquella era, justamente, nuestra chance de medir la profundidad del pozo con ambas piernas. Yo buscaba morir, ella sentirse viva, yo quería terminar de condenarme y ella solo deseaba darse una chance más. Desnudos en la cama matrimonial, la ventana semi abierta nos traía los nada silenciosos rumores de una noche de año nuevo, la penumbra del cuarto se compensaba con el brillo lunar que parecía inundarlo, en el suelo estaban nuestras ropas encima los juguetes que su hijo dejaba regados por doquier, las puertas abiertas del armario mostraban la ropa del matrimonio mezclada en lo que solo podía ser una fuente de constante discusión, y desde la cómoda me miraba una foto de ella con esposo e hijo en un parque, los tres sonriendo ampliamente y yo sudado y jadeando que miraba esa foto y me preguntaba cuánto de esas sonrisas era real. Aquella sonrisa paupérrima nada tenía que ver con la sonrisota que plantó antes, durante y después del coito, ni con la simpleza con que me dijo “que no se haga costumbre, pero de vez en cuando no estaría mal”.

De acuerdo. La corrida dentro no fue tanto un accidente como un “dejarse-llevar”. Ya lo dije, estaba buscando destruirme la vida porque no podía tolerar que las cosas tengan un final. Suena estúpido y de repente lo es, no lo sé. Poco me importaba que mi sufrimiento estuviese justificado, lo único que parecía importar era que ese sufrir era mío  y a los demás no les tocaba sentir lo que yo siento. Contaminado de una miseria rencorosa, anidada por años en mis delirios donde maldecía la negligencia de mi familia después que murió mi mamá, me metí a seducir a la esposa de mi amigo para quemar las últimas naves que me quedaban. Nunca esperé que me siguiera el juego, aun menos que lo llevase a otro nivel. Si yo le robé el primer beso, ella me robó los siguientes veinticuatro, si le besaba el cuello, ella me arrancaba la ropa y ya con el mero entusiasmo se ganaba los puntos que en secreto solemos dar. Para cuando mi osadía solo alcanzó a poner una mano en su muslo, la de ella me contagió hasta que de mí vino la iniciativa de penetrar. Y lo digo así de crudo no para provocar escarnio ni motivar a los histriónicos a indignarse por cualquier motivo que alcancen a inventar, en esa su intención chueca de cubrir sus propios ascos. Lo digo así porque eso es lo que yo quería: penetrarla sin limitarme a lo carnal. Como dije, era una guapa sin lustre pero guapa de verdad. Ya sus ojos me llamaron desde un inicio, el día que la conocí, pero sus otras partes las fui notando a lo largo de los años hasta ese momento en que la vi como una preciosa región extranjera que yo ansiaba conocer y explorar. Notarlo logró que algo más que mi hombría se levantara, algo que no es difícil de nombrar pero sí de explicar. Era como un empujón, un vértigo fascinante que de seguro sintieron los herejes al morir gritando su verdad. No estaba exento de culpa ese algo, ni se olvidaba de mi deseo de autoperjuicio primordial, pero tenía una cosa más que conocía de antes pero que no alcancé a calcular. Ni bien estuvimos enredados en besos, abrazos, caricias y jadeos, noté como ella se mordía los labios al pedirme que ya de una vez entrase con un tono y una cara que me pusieron más duro de lo que jamás pensé que podía estar, y en ese instante mágico hizo contacto nuestra genitalia y ¡voilá! Que me descubro no sólo tirando con quien no debía sino disfrutando del placer con que ella se conducía, que ya al final es lo que más me convenció. El olvido absoluto de todo lo que estuviese «más-allá» de nuestro momento procaz. Gemía, cabalgaba, elevaba las piernas, sudaba pero no me dejaba alejarme del calor del abrazo que nos unía, ponía expresiones, además, que me volvían loco. Una sucesión de micro expresiones, en realidad, que empezaban en la sorpresa, se transformaban en arrepentimiento, seguidos por una mueca de dolor, otra de placer, de ahí su rostro mostraba la inefable cara del placer doloroso, el rostro de la calma tras la revancha y, solo entonces, volvía a la sorpresa como si nunca se hubiese movido de aquella expresión tan bien ornamentada por sus ojos grandes y azules que le daban candorosidad a un momento que lo era todo menos candoroso. Y me gustaba tanto que  quería más, no solo del placer enorme que me estaba brindando sino de la sensación triunfadora de estar reviviendo a una muerta desahuciada, la inevitable impresión de estar haciendo algo bueno mediante algo ruin y, claro, la ironía y colmo de mal villano que termina salvando a la humanidad. Se sentía bien, no puedo negarlo y hasta me entran tentaciones estúpidas de describir cada etapa de mi placer…pero ya para qué, no tiene mucho sentido. El punto es que aquel bienestar momentáneo me daba excusas para creer en algo de redención. Quería yo quemar las naves pero nunca había pedido el milagro de una isla para ir a naufragar. No deseaba salvarme o esconder mi condición canalla, ni quería excusas para sentirme bien, solo ansiaba que alguien me terminase de crucificar. También por eso le dije que no tenía condones y ni siquiera pedí disculpas cuando descargué a mis probables hijos dentro suyo, solo seguí hasta que descargué muchos más, motivado por este bien que, sin querer, le hacía y este mal que yo, muy a propósito, me deseaba causar.

Aun sacudido por el shock de esa sensación misteriosa me largué a caminar por la ciudad, sin rumbo ni objetivo. Mi entrepierna se sentía especial, mis dedos olían a su sexo, tenía el sabor de su saliva en mi boca y aun temblaba ligeramente de la sensación dejada por el orgasmo y los recuerdos de esa intensa madrugada. Ni ella ni yo nos recuperábamos de inmediato, sino que nos tardábamos lo necesario en disfrutar el reencuentro con el placer. Había algo renovador en mancillar algo tan puro, algo fresco en creerla ingenua y sentirme el maldito que le venía a arruinar el candor. De pronto me sentía vivo y aun más porque se notaba que a ella no le molestaba mi mal llamada conquista de su inocencia. Vivificar era la palabra precisa de lo que yo quise hacer por ella y que ella terminó haciendo por mí. Nos vivificó a los dos con su osadía de frustrada y hasta me ayudó a darme cuenta que también mientras uno muere puede atreverse a vivir un poquito más. Se sentía bien eso de haber logrado que haya menos mierda en el pozo de otra persona, más todavía porque entre las ganancias estaba mi placer tanto físico como mental, en un trato en el que pensé que lo único que ganaría sería abandonarme a la villanía y ya de plano mandar al garete todo aquel intento de redención que pudiese elucubrar. Lo cierto es que me convencí de su candor solo para recordarme que todo eso estaba mal y no perder el rumbo hacía la muerte, el destino final. Pero soy un mal suicida, me perdono antes de saltar, me da un hambre tremenda cuando estoy por disparar el caño en mi sien y hasta me enamoro cuando la horca ya está ejerciendo presión en mi garganta. Claro que, no me enamoré de ella, ni ella de mí, tampoco quedó embarazada de ningún hijo mío. Supongo que cuento todo esto porque creo que sin ello nada de lo demás hubiese sido posible. No olvidemos que estaba cuesta abajo y que ninguna cogida, por magnifica que sea, cura todos los males, mucho menos soluciona problemas. Si por un rato había podido escapar a un lugar maravilloso, la realidad empezaba a perseguirme con todo y hedor. El paso de las semanas no trajo nada más que los mismos problemas y los mismos dolores repitiéndose, con breves escapes morbosos donde me jodía un poquito la vida de la forma que pudiese, más que nada rondando antros y otros calurosos hogares putativos, silencioso reviviendo la gloria de aquella vivificación que le devolvía frescura a mi cuerpo. No había vuelto a ver a la esposa de mi amigo pero ganas no me faltaban de repetir esa combinación de suplicio culposo que se goza a sí mismo y hasta se cree salvador. ¿No es culpa de él por no hacerla feliz? ¿No es santo quien cura el sufrimiento aunque sea por un rato? ¿Qué no un tango lo bailan dos? ¿Cuál quería ser yo, entonces? ¿El bailarín? ¿La bailarina? ¿El fisgón? Con preguntas parecidas intentaba justificarme nuevas visitas cuando, en los baños de un bar medianamente decente, me topé con una gótica de venas bien abiertas y tirada sobre un retrete desde donde abandonaría la mortalidad.

No puedo explicar lo que hice, no puedo explicar nada en realidad. Mi primer instinto fue el de cubrirla con mi abrigo, el segundo fue el de jalarla fuera del lugar. Sin correr ni apurarla, ir casi con calma, sosteniéndola del brazo para que no se cayese, dejando un rastro de sangre en el camino al hospital, dándole instrucciones que ella cumplía mansamente, quizá un poquito más allá que acá, y disfrutando del modo en que eso resultaba atractivo para mí ¿qué mejor vivificación que la que, de paso, evita que la afectada se mude para el otro lado? Le pregunté su nombre mientras caminábamos y murmuró Alicia, le pregunté su edad y me agradó enterarme que teníamos la misma edad pues, al final, nos gusta saber que alguien más está en el agujero a las mismas alturas de la vida que tú. Consuelo de tontos pero consuelo al final, y es que en situaciones como las nuestras cualquier consuelo es oasis. “Si los suicidas dan el último paso”, le dije mientras caminábamos al hospital, “es porque ya perdieron la perspectiva de cualquier consuelo, no les alcanzó la creatividad para ver una salida” y ella me observaba desde su obvia convalecencia con una mirada que, debo admitirlo, me ayudaba a respirar. Tenía aspecto de camorrera derrotada, de reina en exilio, de junkie emputecida y acabada, sin otra esperanza que de una vez irse a donde ninguno de nosotros la juzguemos ¿qué hacía yo vistiéndome de salvador de lo que, a todas luces, parecía un caso perdido? ¿la salvaba de un posible desfavorable juicio divino o me agenciaba puntos con cualquier dios en las alturas? No parecía, ella, una persona sencilla, pese a que la primera impresión era el juego oximorónico entre su aspecto tierno y su estilo gótico que le daba aires sensuales. Ahora que lo pienso, parecía un dibujo de Dean Yeagle. Las proporciones, las expresiones, hasta por las situaciones en las que se metía. Le faltaba el pelo rubio y el schnauzer tierno que propicia el accidente sensual pero inocentón. No podía evitar mirarle las piernas enmalladas, el corsé que apretaba la generosidad de su pecho, el negro intensificando el color de su piel y el de sus ojos ¿qué clase de salvador considera a una casi muerta como posible tire de una noche? ¿los puntos ganados por la buena obra alcanzaban a compensar los perdidos por los puros malos pensamientos? ¿es más pecado actuar que pensar, o ya desde el pensamiento estás condenado? No me fue difícil decir que yo era su primo hermano, ni siquiera me pidieron identificaciones, de pronto ya tenía permiso para quedarme en el cuarto que compartía con una viejita loca y un señor con quemaduras de cuerda en su irritado cuello, todos internos de un destartalado hospital. Eran compañeros de cuarto discretos por el día, inmersos en silencios imposibles que Alicia ni yo podíamos soportar, pero que agradecíamos porque camuflaban con su estruendo el propio del silencio que había entre ella y yo. Por las noches era otra cosa, si al principio pensé en la noche como el único momento donde podía pasarla dormido, evitando el angustiante silencio cómplice de no explicarnos qué hacía cada uno todavía acá, tanto la viejita con sus gritos roncos y agudos pidiendo que la dejen escapar, como los sollozos desgarradores que el don ese quería atenuar con la almohada, nos quitaron el sueño y pronto las noches se volvieron el escenario de charlas incómodas que intentaban no hablar de nada que no fuese superficial.

¿Qué tantas cosas nos perderemos por sucumbir a la tensión sexual y qué tantas otras perderíamos si no existiese tal cosa? De nuestro primer encuentro me llamaron más sus ojos moribundos que la sangre sobre los azulejos, y más me detuve a disfrutar del fetiche de sus ropas de gótica que a preocuparme de su fuga suicida o de estar en la rara situación de poder ser el testigo de un estertor. Creo que lo que me movió, y lo que tardé una semana de silencios en el hospital para confesar, fue que si la salvé era porque en medio de su agonía y desesperación tuvo el humor suficiente de mirarme a los ojos y decirme “¿qué quieres, buitre? ¿No vas a esperar a que me muera antes de penetrar?” con una sonrisa irónica y hasta trágica que me hizo excitar. Algo de mística hubo en que dijese «penetrar», algo que me hizo querer creer en el destino por la rara coincidencia de que supiese justo la palabra tan pensada mientras traicionaba la confianza de mi amigo, incluso me fascinaba que hubiera reconocido al carroñero en mí sin mayor problema en semejante situación. Era el destino, pues ¿qué otra cosa podía ser? Cuando al fin se lo dije sonrió y me dijo que me podía quedar y, bueno, ¿ya para que pelearla si hasta mi instinto me empujaba hacia allá? Ni modo que niegue mi naturaleza mal agüera, o tenga reparos cuando igual yo me pensaba matar. Hay que ser buitre nomás.

Desde ese momento empecé a notar otras cosas. De pronto los silencios matutinos y el infierno de las noches en el hospital se convirtieron en un remanso de confidencias que Alicia y yo, de un momento a otro, comenzamos a disfrutar. No nos decíamos nada importante, solo anécdotas tontas como la primera vez que bebimos, nuestros colores favoritos y otras idioteces como nombres de nuestros primeros y últimos todo, intentos muy pobres de describir sabores sin usar los adjetivos usuales o largas y detalladas descripciones de nuestros paisajes favoritos. Creo que estábamos buscando los extremos históricos de momentos memorables, la clase de preguntas que un suicida le hace otro para enterarse de los pequeños consuelos con que alimenta sus excusas para quedarse un cacho más. Fue así que descubrí que el mérito del salvador no está en llegar para arreglar el día, sino en saber cuándo hacerlo. Alicia tenía otro montón de problemas en su propia vida, que yo no alcanzaba a intuir. Una historia complicada, llena de excusas válidas para sentirse mal, aun si según ella lo que le dolía era que nada de la terrible tragedia que asolaba a su familia la lastimase de verdad. Un accidente de avión, un aterrizaje forzoso, un par de fierros fuera la garganta de papá, hermano, hermana, tíos, primos, y hasta una de las abuelas. Una tragedia griega, un festival de lágrimas donde sólo faltó que todos se tirasen a los féretros para que el asunto adquiera más melodramatismo y de una vez enterrar a la familia apestada con el hado maldito de mortandad. En todo caso, más de lo que Alicia estaba dispuesta a soportar. Lo que me dijo que le jodía era que de pronto su desgracia ya no era privada sino que estaba en todas partes y a la vista de los demás. Incuso yo recordé que había leído algo sobre la tragedia de los Saenz Valdivia; las muertes trágicas, la viuda inconsolable, las dos hijas que quedaban, una muy infanta, la otra Alicia, los lamentos por la muerte de tan magnifico empresario como fue el padre y el pronto cobro de deudas que dejaron a los Saenz Valdivia sin propiedad privada donde morirse, todavía debiendo, además, un poco por las deudas secretas del padre y otro poco gracias a todos los fastuosos entierros que quizá nunca alcanzarían a pagar. “Jamás entierres a un muerto con lujo” me repitió con asco en el rostro, Alicia, mientras la viejita gritaba “háganme caso, por favor” con tono entre caprichoso y asustado. La luz naranja apenas iluminaba las penumbras, poco se podía ver de las sonrisas tenues de Alicia pero desde ya supe que por esa pata coja era que la llegaría a atrapar, si quería vivificarla tenía que ocuparme de esa herida gangrenada que ella se negaba a mirar, ser el único responsable de apretarle sus pústulas, tragarme su pus y así convencerla que yo era un buen carroñero, que tras comérmela la iba a resucitar, no como todos esos abogados y cobradores que enloquecieron a su madre y le robaron porvenir a la hermana infanta que no veía hacía meses y de la que no quería hablar.

No quería hablar de nada, en realidad. Parecía que solo deseaba sufrir en silencio y sin que nadie la molestase. Excepto yo, no tanto porque lo permitiera ella como porque me lo permitía yo. Si me distraía en considerar sus opiniones era porque estaba buscando la mejor forma de vulnerarla. Su empecinado silencio me enseñó que provocar a que se enojen de inicio es un lindo atajo para resolver las cosas de una buena vez y que nada es mejor que los roces como para hacerle recuerdo a alguien de que todavía vive. Hay que recordarle a la muerta en vida que sus huesos aún tienen algo de qué temblar y si Alicia se empecinaba en mantenerme carroñeando pero nunca consumiendo de su carne, pues de alguna forma tenía que intentar yo vivificarla. No mentía cuando dije que me traía loco la sensación esa que le dejaba a uno vivificar de cualquier forma, aunque tampoco mentiré en eso y lo diré de lleno: me la quería tirar. Nada más.

Otros, la mayoría, mirarían con malos ojos ese brote de sinceridad, la simpleza con que uno puede admitir querer tirarse a la deprimida suicida que ha sufrido un trauma de esos fuertes. Ella no. Supongo que encontraba novedosa la sinceridad, por lo que me enteré después supe que había crecido en la Florida entre tipos pijos y jailones, poco enterada de la existencia de otros barrios más humildes y con menos propensión a consumir caviar. La muerte del padre había sido un duro despertar para quien se pensaba intocable en una vida perfecta en la que nunca nada le iba a faltar. No creo que entonces pensase eso, pero vaya que lo pensaba mientras estuvimos en el hospital. Y así, en silencio, me fui armando de todos los argumentos y estocadas que necesitaría darle para resucitarla en mi cama y no volverla a llamar. Me gustaba el drama pero tampoco me gustaba tanto, además que estaba ocupado en destruir mi propia vida como para ayudar a reconstruir la vida de alguien que no se atrevía a volver a respirar. Lo mío era distinto, no solo era algo químico que me tenía perpetuamente en riesgo de depresión sino que ya no pretendía esconderme de mis problemas al ignorarlos, el plan ahora era dejar que los problemas cayeran bajo su propio peso, que me arruinen de una vez para asentarme en el fondo del agujero y ya no saber nada más. Los ratos que no estaba en el hospital me los pasaba visitando a cada persona que conocía y les decía la verdad, mi verdad, acerca sus vidas. No siempre era linda la reacción y cuando lo era, y la que reaccionaba era mujer, aprovechaba para robarle unas horas en sus camas sin importar su estado civil o anímico, como para echarle más leña a mi pira funeraria que insistía en edificar. Qué me importaba si al final esos encuentros eran mis últimas cenas antes de rendirme al abismo de la tristeza y la soledad. Ya no tenía dinero para comprar mis antidepresivos, les robaba comida a mis confrontados o los abandonaba en el restaurant del encuentro sin dejar más que unos simbólicos 5 bs. para la cuenta. No bebía pero me fumaba para no pensar tanto y para que toda sensación fuese más intensa todavía. Esto último lo sabía Alicia, no todo lo demás. Del resto se enteró por casualidad cuando me encontré con una de mis vivificadas mientras mudábamos las pocas cosas de Alicia a un nuevo departamento que había logrado alquilar. Tampoco podía decirse que estuviese muy interesada en mi vida, para ella yo era el basurero emocional donde podía verter su dolor, el amable desconocido al que le cuentas tu vida porque presientes algo de tu desgracia en sus gestos, sus palabras y acciones. Según ella jamás me la iba a tirar, según yo no hay mentira bien lanzada que no pueda derrumbar una verdad.

Hay cierto perdón en mandarse un lindo gesto antes, o después, de haber hecho lo peor. Como para perdonarse a sí mismo por lo no tan malo que al final uno fue. Con Alicia empecé suave pero pronto el “pinche emo glorificada” no alcanzaba a generar lo que obtenía del “huerfanita de cuervo de ala rota”. Eran insultos que parecían amigables, como los que hace alguien torpe o desubicado, pero yo los pensaba mucho antes de decirlos. Uno de esos insultos bien construido significaba una diferencia enorme en el humor de Alicia. No era lo mismo tenerla rabiosa por la noche y lista para estallar, azuzada por todo un día de los insultos más sutiles y perversos que se me podían ocurrir, comparado al de una Alicia que se la había pasado sola y atrapada en las mismas miserias que un día la alejaron de la vida esa donde se creía feliz. Cada nuevo insulto, apodo y calumnia que yo decía de su familia la volvían loca y día a día perdía el pudor de golpearme, escupirme, arañarme, gritarme cada vez con más intensidad. Solo lloraba cuando me pasaba de la raya, lo cual para ser justos no fue tanto como uno esperaría de los límites de una heredera mimada. Y ahí estaba el detalle, en darle una excusa para salir de su abulia, obligarla a canalizar el odio y la rabia en un solo lugar, en alguien que no fuera ella. Me consta que le ayudaban nuestras charlas post-pleito, cuando nos sentábamos en su mugre sillón y nos fumábamos un cigarrillo, felices de todo el caos de nuestros gritos, lapos, salivazos y otros horrores de los matrimonios más desahuciados que nosotros parecíamos disfrutar.

Para mí planificar esas peleas era una delicia, pero vivirlas era, digamos, otra realidad. Terminaba uno rendido, con un placer de arrogante y el desmayo del descanso tras la maratón. Según Alicia era como la macurca, un dolor repudiado pero en secreto disfrutado, «casi como un masoquismo» decía y se ponía a saltar balando como borrega alrededor mío y tanto esa opinión como aquel gesto eran muy buenas noticias para mí, pues me confirmaba que por muy agotador que fuera iba a valer la pena, después de todo solo un cordero de verdad vulnerable y culposo pondrá su propio cuello al alcance del cuchillo y ni modo que al anunciarme carroñero no cumpla con esa precisa función. Verla cada vez más en contacto con su dolor me garantizaba que cualquiera de estos días la pudiese tener pandeándose debajo de mí, con una sicalíptica mirada suya clavada en mis ojos, en mi cuerpo, en donde fuera mientras se tratase de mí. Y esa ilusión valía mucho, entonces, porque me ayudaba a escapar de mi otra realidad. No quise decirlo antes, porque esta es la clase de cosas que solo admites en confianza, pero ahí va: para entonces mi atención estaba en destruir mi familia, no toda pero si una gran parte de ella, la que me daba asco, la parte traidora que se habían cagado en las penurias que pasamos con mis padres cuando yo era adolescente, antes y después de que me quedase huérfano de madre, con un padre más dedicado a darle comodidad a la ancianidad de sus padres que cultivar cualquier tipo de relación con su hijo o su moribunda mujer. Siendo justo tendría que decir que ese tren ya había partido hacia tiempo y que si la muerte de mi madre no nos pudo unir, entonces decidí que tampoco lo necesitaba y  escapé de mi hogar. A él poco le importó y creo que más bien fue un respiro, la excusa perfecta para dedicar todas sus energías a sus propios papás. Él no me indignaba, finalmente existía muchísima historia por detrás que de alguna forma justificaba todo eso, e igual pensaba yo que llegaría el día del ajuste de cuentas una vez que ya no le quedara nadie más. Por eso lo dejé en paz. Por eso y porque no había peor castigo que cuidar los caprichos de mi abuela, cada vez más senil y paranoica. ¿Cómo hace una serpiente para parir perros falderos? ¿cómo hacen estos para engendrar cuervos? Pero esa era una cuestión para después, me convencí de ello y pasé a observar formas de arruinar a los demás. Para mí es obvio que arruinarles la vida a mis familiares no era solo una forma de exorcizar el dolor por el abandono en que nos tuvieron, sino que era otra manera de cortar todos mis lazos para, después. mejor morir en paz. Era mi excusa tanto para ya no tener nada que pudiese atarme a la vida, como para quedarme en el más acá y por eso que le tiraba tanta pelota, que me pasaba mis horas de insomnio planificando bien qué haría y las de ocio atreviéndome a hurgar donde nadie me había llamado. El plan tenía que ser sencillo. Para los primos tendría que preparar la total y completa destrucción de su vida social, lo cual repercutiría en la vida de los tíos, para los que tenía que alistar cosas más específicas. De entrada perdoné a muchos que siempre se habían portado bien conmigo, aparte que entendí que tampoco necesitaba demasiado para ser considerado nefando a los ojos de otros familiares ni bien escucharan el rumor de mis fechorías. Mis victimas elegidas eran mi tía Carmen y su esposo Florian, para los que preparaba un infierno a la medida de sus bajezas. El punto final a la vida perfecta que a toda costa se habían querido fabricar.

Nada de esto sabía Alicia, pero se la olía. Aburrida de hablar de sí misma, un día empezó a preguntar sobre mí. Y al principio no dije gran cosa, pero a medida que ella se sentía mejor empecé a comunicarme más. Admito que fue un alivio, que hasta me sentía mejor pero ese bienestar solo le dio renovadas fuerzas a mis rencores y agudizó mi olfato para la revancha. Fue así que le encontré una utilidad al atractivo de Alicia, el mismo que a mí me tenía un par de meses intentando tirármela. Lo dije antes, era linda Alicia y a mí me gustaba el fetiche de sus atuendos góticos y todo el maquillaje que utilizaba, pero en una de esas tardes tras una temprana discusión mañanera nos encontramos jugando a los disfraces y pude verla usando vestidos de gala, trajes de ejecutiva, ropas de señora y de universitaria, diferentes aspectos de la que quizá habría sido ella de haber seguido vivo su papá. Y en todos esos atuendos parecía una persona diferente a la que yo conocía. Igual de atractiva como camaleónica, con aspectos difíciles de asociar, ya que no era lo mismo la imagen de una Alicia en vestido de gala y peinada por estilista que la de Alicia vestida de señora agobiada por su rutina. Era buena actriz, además. Muy buena, la verdad. Se metía tanto en el papel que, luego, era difícil sacarla del trance mientras le durase la emoción. Y esa era la clase de compromiso que yo buscaba, que necesitaba mejor dicho, para poder realizar de la mejor manera posible el Plan, que a todas luces no era nada complejo o intrincado. Era más bien simple: a él, Florian, lo delataba de adúltero y corrupto, a sus hijos los aislaba del resto de la familia con alguna clase de escándalo y lo demás era pura inercia. El asunto aquí no era tanto denunciar como evidenciar lo obvio. Mi tía era de esas que podía comerse kilos de mierda con tal de cuidar su imagen ante los demás. No era muy inteligente, pero sí astuta y tenía la sabiduría suficiente como para hacer la vista gorda a las numerosas infidelidades de su marido, quien la callaba con dinero y una vida cómoda en uno de los mejores barrios de La Paz, luego Santa Cruz, después otra vez La Paz. Tenían dos hijas y un hijo. El mayor era el hijo, Norberto, pero extra oficialmente ya no era bienvenido en el seno de esa familia por no sé qué líos que tenían doña Carmen y don Florian con la esposa que se había escogido su primogénito y otros líos más. La del medio estaba casada con un famoso cirujano plástico del que mi tía estaba enamorada y la menor vivía en Santa Cruz en un matrimonio tan de mierda como el que tanto le criticaron a mi madre cuando estaba viva.

Como dije el asunto estaba en ponerlos en evidencia, sacar sus trapos más sucios al aire y que todos vieran sus bajezas y vergüenzas. No podía imaginarme peor muerte para mi tía, ni mayor molestia para mi tío que ser puestos en evidencia ante sus hijos y la sociedad. Todo esto le expliqué a una Alicia que no paraba de llorar. Me dijo que algo recordó sobre sus padres y confesó no sentirse capaz de arruinar la vida de una familia como le habían hecho a ella. «Mierda, punto crítico» me dije y por un rato temí no contar con mi cómplice ideal, pero después de mucho chantaje emocional al fin aceptó al menos joder a los primos en su círculo social. Qué importaba. Total que eso era, de todos modos, la primera fase del Plan, y resultó aún más sencilla con la ayuda de Alicia, quien en su faceta de actriz y sus muchos disfraces, que un día robamos de su casa sin que nos descubriese su mamá, fue la carnada perfecta para introducirnos a las mundos de mis primos. Siempre disfrazados nos dedicamos a atender a eventos sociales donde sabíamos que estaría algún amigo de la familia y sacábamos información de todo lo que podíamos. Muchas veces ella tenía que quedarse sola haciendo algo llamativo mientras yo me escabullía a revisar los computadores en busca de mails o documentos que me dijesen algo acerca mi familia. No siempre conseguíamos nada, en especial porque nos teníamos que marchar ni bien llegaba alguno de mi familia, pero igual comíamos gratis y nos daba la chance de ser otras personas por un rato. De pronto nos metíamos mucho en el papel y teníamos bien pensadas las biografías y personalidades de nuestros personajes, en cada evento al que íbamos notábamos como nuestras actuaciones cada vez jugueteaban más con extremos histriónicos y escandalosos. Nos gustaba, nos hacía felices esa excusa para descansar de nuestras penas y preocupaciones. En su exhibicionismo y mi autodestrucción hallamos cierto solaz. Como si ya de por sí aceptáramos que éramos bichos raros con vidas de mierda que se encargaban de cagar más con tal de no tener que solucionarlas o de una vez tirarlas por el caño. Queríamos hundirnos, carajo. Y lo queríamos más porque también nos daba permisos para las libertades que nunca tuvimos. Ella era testigo del mundo del que su padre le había protegido, yo me enteraba de las cosas que nunca me enteré respecto a mi familia, encima nos dábamos el gusto de exorcizar demonios y fantasmas con esa farsa. Yo me vengaba por años de negligencia, ella se desquitaba con los suyos por atreverse a morirse y dejarla en tremenda cagada de situación.

No fue necesario mucho esfuerzo para llegar a la segunda parte del Plan. Ya infiltrados era más sencillo ir lanzando rumores que desprestigiasen a mis primos a ojos de sus amigos. Fue en el espacio de un par de meses de mentiras quirúrgicas y sutiles que pudimos convencer al mundo de que mi primo se había casado con su medio hermana y que el esposo de mi prima tenía un affair con su suegra. Mentiras infalibles pues se amparaban, relativamente, en la verdad. Si mis tíos no le admitían a nadie que odiaban a su primogénito, al menos se notaba el trato diferente que le profesaban, como más distante, más frío y hasta cargado de silencios. Por lo que me enteré de una prima hermana de mis primos, don Florian ya no hablaba con su hijo ni siquiera en un evento social y hasta con algunas copas de más admitía que se arrepentía de haberle dado vida y otras cosas de ese estilo que me contaban los primos de mis primos con caras de escándalo que escondían su morbosidad. Y no se necesitaba de un experto para notar que la suegra estaba camote del yerno, aunque claro ¿era convincente como para alcanzar a una verdad? Lo cierto es que la mentira no necesita mucho para volverse verdad. A los ojos de la gente, mis familiares eran ejemplares, gente buena y noble con las mejores intenciones y la familia perfecta. Eso los hacía una presa más suculenta de sus sospechas, de cualquier cosa que los confirmase como otra familia de mierda, más aun con acusaciones tan graves como incestuosas ¿es por eso que el Floriancito es tan sarcástico?¿Pero no le saca muchos años como para meterse con su yerno?¿quién se cree esa para serrucharle el piso a su propia hija?¿Es de verdad su media hermana del Norbertito? Entonces ¿la Carmencita es cornuda?¿tiene más hijos bastardos? ¿y la hija? ¿sabe? ¿sabe Norberto que esa es su hermana? ¡Y aun así se casó con ella! Después de un rato la sorpresa en sus rostros se convertía en asco y horror, escandalizados de haber compartido comidas con esos depravados y sus vidas pervertidas.

La fase tres exigía algo más tangible que rumores que señoras chismosas elegían creer. Necesitaba pruebas de que era mi tío un adúltero para terminar de mandar al carajo la situación de una familia que todavía no sabía la famita que se les endilgaba. Alguno de los amigos que hicimos en esas fiestas me mantenían al día con los chismes, mismos que ya habían crecido más allá de lo que jamás hubiera imaginado. Pero al final eran mentiras que proliferaban en el silencio de los chismosos y lo que yo necesitaba era una verdad imperdonable que los terminase de arruinar. Así fue que Alicia se disfrazó de empleadita y esperó a que hubiera vacante en la casa de mis tíos. Bien sabía yo que las empeladas nunca le duraban por esa costumbre de mi tía de enseñarles a ser perfeccionistas a base de gritos e insultos que muchas no lograban soportar. Total que Alicia eso mucho no le importaba porque no estaba atada a ellos y peores eran nuestras sesiones donde le tocaba las llagas y ella se ponía el limón y la sal en las heridas abiertas. Parecía mejor y más tranquila, establecida en una rutina que tenía de todo menos repetitiva. Sí estaba algo apagada, pero lo cierto es que yo andaba tenso esos días y no era muy fácil estar a mi alrededor. Aun peor, Alicia seguía sin dejarse vivificar, pero creo que eso fue porque en el proceso de hacerse a la imposible encontró el placer que a mí me negaba. Me preocupaba que todavía no contactase a su madre y hermana pero parecía más en paz con ello. Su lógica era que una boca menos de la que preocuparse era una gran ayuda y los mensajes esporádicos que mandaba desde celulares ajenos asegurándole estar bien le calmaban la consciencia de desaparecida. Mi lógica era que uno hace las cosas cuando está preparado para hacerlas sin enloquecer en el proceso. Las semanas siguientes las pasamos ensayando su acto de ignorancia y lentitud que volvería loca a mi tía y creo que logramos armar un acto bastante convincente, lo malo es que nunca lo pudimos usar porque, pues, conocimos a Fátima.

Era una chica más joven en la cabeza que en el cuerpo, era hija de un amigo de Florian, quien le sacaba treinta años. Eran amantes, de los que se ven cuatro veces por semana y siempre en el mismo motel, misma habitación, con el mes pagado por adelantado. La conocimos en una fiesta de unas amigas de mi tía Carmen, a la que nos colamos alegando ser los primos perdidos de Cochabamba. En situaciones sociales como esa la gente no le gusta dar cuenta de que no te conocen cuando tú, todo mamón, vas y los tratas con familiaridad. El asunto es que Fátima estaba ahí con su cara de corderito redimido, sus tremendos ojos celestes nunca mirando directamente, sus labios pintados de un rojo intenso, el vestido de gala todo azul eléctrico y su vaso lleno de leche chocolatada. Tenía un aire de las buenotas en los dibujos y los cómics, de esas que no dejan de sonreír, como si poblaran una dimensión alterna en donde estos problemas mundanos nuestros no son más que nimiedades, nada dignas de su atención. La corona fue un tatuaje en su espalda de un par de alas y el símbolo celta de la paz al medio, con eso yo no tuve otro objetivo que meterme entre sus piernas a toda costa para contaminarla un poquito. Me costó una rabieta terrible de Alicia pero conseguimos convencerla de ir a nuestro departamento a tomar unas copas y Fátima, en el papel de virgencita, primero no aceptó hasta que un susurro de Alicia la hizo dudar y nada más que la duda se necesita para que alguien horrible te secuestre. Y prácticamente eso hicimos, pero los culpables de que se loqueara fueron el trago y ella misma, pues ya en el departamento, y con un par de copas nada más, entró en un estado de euforia. Como niña pequeña preguntaba sobre todo y ni siquiera parecía escuchar las respuestas, de pronto pedía canciones, bebía y bebía y saltaba en el sofá y abrazaba a Alicia como si fuera su hermana y a mí me miraba como con ternura y picardía. No es necesario contarlo todo, pero la hice mierda en ese mismo sofá y a ella le gustó tanto que volvió por más a lo largo de la semana. En este punto yo no sabía que esta criatura era la amante de mi tío Florian, y me enteraría de la peor manera cuando, después de una sesión particularmente intensa, su celular recibió una llamada y en el id pude ver no solo el número de Florian, sino también una foto de él y ella besándose.

Momentos como ese son raros porque significan una oportunidad de inversión que dificilmente se volverá a repetir. Casi como viajar en el tiempo y que te regalen acciones mayoritarias de Apple, o como un trato de Vito Corleone. Simplemente no me podía dar el lujo de perder esa oportunidad. Me sentía tremendamente asqueado de haber estado con la misma persona que se acostaba mi tío, pero haciendo tripas corazón no me fue difícil mirar los candorosos ojos celestes de Fátima y planificar una forma de aprovecharme de toda esa información. Le hice un pequeño drama. No tanto por el asco que sentía dentro de mí, como por capitalizar una oportunidad tan caidita del cielo. Ella lloró, me lo contó todo, yo lo grabé, le juré amor eterno, me juró que lo terminaría, nos fumamos un poco de mota, lo hicimos con la pasión de los reconciliados, en realidad yo la quería agotada y dormida, lo cual logré y sin miedo ni vergüenza hurgué su cuarto, encontré fotos, cartas, emails y regalos que sospecho venían de la profunda billetera de don Florian. Todo. Miré hacia el rostro angelical de Fátima dormida y, por un instante, la quise con toda mi alma y al otro ya me escapaba hacia Alicia para contarle las novedades.

Lo malo del misticismo es que lo obnubila a uno de ver a su alrededor. O para ser sincero tendría que decir que es la excusa perfecta para dejarse convencer de algo, lo que sea, que nos permita construir certezas con raíces lo suficientemente poderosas como para aguantar cualquier embate de la realidad. Es un error muy común tratar de convertir a la fuerza cualquier argumento en axioma y con eso tener una solución rápida a la vida. Es el problema de confundir al azar con el destino, también es el problema con la sincronía, se confía uno no solo de la fortuna de haber estado en el lugar correcto en el momento preciso sino que sienten que se lo tienen que explicar, necesitan agradecérselo a algo o alguien y considerar que su deuda con el universo ha sido pagada, verse validados ante los ojos de un jefe supremo, una entidad cósmica, una deidad, y no tener que sentir culpa por disfrutar de cualquier bien que tienen por delante. Se aplica también a la desgracia ¿de qué otra forma se quita el estafado el sabor de la estafa? Con la misma leche amarga que le dieron a beber. Si me enojo porque me estafaron debería enojarme por haberme dejado convencer, total que ya me dieron hasta la excusa perfecta: no es mi culpa, me lo vendieron, me dejé convencer y con eso ya estas enganchado al perdón gratuito de un poder superior. Un negocio redondo y autosostenible. No es coincidencia que hayan tantas religiones y templos y rezos y santos y dioses y montón de cosas que por muy reales que sean, también te ayudan a justificar tus propias mentiras. El incidente con Fátima era demasiado bueno para ser cierto y desde niño que he sentido alerta cuando todo está muy bien, pero ¿qué podía esconderse detrás del candor de esos ojos azules?¿quién que se sonrojaba con miradas y se cubría los senos durante el orgasmo podía ser capaz de alguna maldad? Tampoco me detuve a sospechar mucho de ella, me enfoqué en el juego que controlaba e hice lo mejor que pude.

Reunimos las pruebas de la infidelidad de mi tío Florian en un enorme archivador ordenado de tal manera que el golpe fuera lento y cada vez más terrible. Me había leído toda esa correspondencia y mucha otra más en cosa de una semana. Mi tío era de esos cochinazos sentimentales que le demuestra a su amante que la ama dándole las contraseñas de casi todo, exceptuando la tarjeta de crédito. No solo leí los amoríos con Fátima, sino que tecleando “153962FS” me enteré del romance con Zuleyma, los encuentros con Josefina, las pensiones para Eva, las demandas de Cecilia, las visitas a Patricia y los horarios de Rubí. Era tan amable el universo que hasta me mandaba fotos, videos, mensajes de voz y confirmaciones via mail para compra de pasajes a exóticos lugares que nunca escuché a mi tía presumir. Era perfecto. Once días tomó clasificar el material, ordenarlo según su impacto y ponerlo en el archivador al que Alicia y yo llamábamos El Collage. Incluso nos dimos el trabajo de grabar cada mensaje de voz y video en dvd’s que incluíamos en el archivador. El Collage sería la obsesión de mi tía por un largo período de tiempo, el suficiente como para calmar mi propia rabia, la que guiaba a mi olfato hacia los lugares que más podían sangrar. Y ese era el problema: demasiado angurriento, entregado a las benditas justificaciones potenciadas por la mística que insistía en buscar, siempre en pos de ese encanto que tiene el mundo cuando se lo ve a través de la fe. Si nos escudamos en algo tan grande como es la mística es porque intuimos que ninguna de nuestras necesidades, pensamientos o deseos tienen la menor importancia. Toleramos, y hasta creemos, en la religión, en la fortuna, en el vendedor, por ser esos encantadores potenciadores que le dan alas a nuestro ego y nos colocan como los mimados de una entidad cósmica, de un concepto abstracto capaz de crear vida de la nada. Lo malo, al fin, de las revanchas no es que uno esté ciego, ni sordo, peor mudo de ira sino que se agudiza el olfato. De pronto lo identificas todo desde lo visceral, azuzado por la ira que te dice, te jura, te susurra que después tendrás tiempo para reparar la tierra quemada cuando la revancha haya terminado. Y sí, es cierto, aunque no del todo. Quema uno las naves con esa ilusión de que aparezca alguien lo suficientemente idiota como para intentar apagar tamaño incendio, que en nada se compara al conflicto interno que buscas expresar, quema uno las naves porque es más sencillo destruir que terminar de irse al más allá. Quema uno las naves para que lo miren, pero no siempre lo vamos a notar.

Todos caemos, carajo. Sea en estafar o ser estafados y no hay vergüenza en ello. Lo peor es estar al medio, en la parte gris y plagada de la aburrida sensación de duda ¿era mejor ese extremo, o el otro? ¿vale la pena? Después de un rato le hallas lo bonito a lo gris y hasta, en un descuido, encuentras felicidad e ilusión de plenitud. Con la mística, cómo si no. Pero nunca es lo mismo que irse a los extremos, ni tiene igual sabor, el del vértigo de casi morirse y el goce de por fin respirar. Tan visceral que no necesitamos a la mística para magnificarlo sino para protegernos de que nos desquicie. Y por eso caí, por candoroso. Planificamos todo para un lunes por la noche, movidos por el morbo de jugar con las supersticiones de mi tía, quien juraba que si el lunes ocurrían desgracias entonces la semana también estaría llena de ellas. Tocaría la puerta durante la cena, lo común era que tanto Florian como Carmen estuviesen, acompañados por mi prima, la del medio, que vivía a lado y mis sobrinos esperando a que llegué su papá. Estarían sorprendidos y bastante incómodos de verme, serían amables, me harían chistes culposos respecto a mi ausencia, cómo para lavarse las manos de ellos no haberme buscado tampoco, me preguntarían en qué trabajo, qué hago de mi vida y tantas otras cosas que yo no respondería. Me limitaría a entregarle su copia a mi tía, otra a mi tío, a mi prima, a su esposo, anunciar que las copias de sus otros hijos ya estaban siendo enviadas y que algunas habían sido mandadas, por error, claro, a algunos de sus amigos. Me quedaría a ver sus rostros y disfrutarlos, muy al margen de la apuesta que tenía con Alicia de si mi tía primero me atacaría a mí por actuar de Capitán Obvio, o a su marido, por fin, después de tantos años de aguantarse. Nos retrasó mucho, tener que hacer las copias del Collage, hacer los arreglos para que los entreguen pero en las vísperas de nuestro golpe era todo pura euforia y nada nos podía arruinar. Alicia me sonreía como nunca y yo no podía evitar sentirme, desde ya, algo aliviado. No hay peor ciego que el que puede ver, como quitándole la mística al famoso dicho en la espera de que rompiendo místicas pueda ver uno más claro a su alrededor. No comprarse la propia estafa, ni engolosinarse en las ofertas ajenas, cuidar el trasero propio y de los tuyos, tener planes de respaldo y siempre cuidar las ganancias. Enterarse que hay dimensiones en esto de la ingenuidad.

Por supuesto que todo salió más o menos como lo planeado, pero para nada cómo lo esperado. Los Collages llegaron a todos y cada uno de los que tenían que recibir uno y ya no sé si los habrán visto pero de que los tienen, los tienen. El problema es que hubo dos sorpresas esa noche. La primera empezó una hora antes de mi momento de partir hacia casa de mis tíos. Alicia estaba de un humor especial y yo muy nervioso cuando tocaron el timbre, nos sobresaltamos y nos preguntamos en voz baja quién podía ser, hasta que los chillidos alegres de Fátima nos cortaron la incertidumbre. La dejé entrar y rato más tarde me abalanzaba sobre la puerta para apresurarme a la casa de mis tíos. Nunca calculé que Fátima se tomase tan a pecho su vivificación y el pequeño drama que le armé para que me revelara sus secretos. En lo que sin duda consideraba el acto más romántico de amor supremo, la chica fue a casa de Florian y se reveló ante mi tía, le contó toda la verdad o, bueno, una verdad llena de censuras y disculpas ante cada lágrima que veía en los ojos de esa operada señora. Así las encontró mi tío, abrazadas y chillando, la una de rabia con su rostro inexpresivo de tanto botox inyectado, y la otra de arrepentimiento con su carita candorosa brillante y compungida ¿se esperaba ese giro de sucesos? ¿qué clase de pesadilla es que tu mujer y tu amante se lleven bien y a tus espaldas? ¿dónde, exactamente, está lo pesadillesco de todo eso? El lío adquirió nuevos carices y Fátima fue testigo silente de una discusión entre dos que pronto olvidaron la presencia de la tercera, lo cual le permitió escaparse a darme las buenas nuevas de nuestra exclusividad.

No pensé, solo me lancé a la calle con los Collages y paré el primer radiotaxi que quiso llevarme. Ni bien llegué lo que encontré fue la puerta de calle abierta y una seguidilla de decepciones empezaron a operar en mi cabeza ¿me lo había perdido? Maldiciendo mi suerte entré sin dudar y noté que en el jardín, que también servía de garaje, estaba solo un auto y no los dos que solía albergar. “No es nada” me dije y hasta me propuse que quizá ya no tenían dos autos como acostumbraban, que mucho podía haber cambiado en tanto tiempo y otras basuras parecidas, pero el pensamiento se me pinchó ni bien escuché los sollozos de mi tía en la sala de su casa. Entré, el suelo estaba lleno de macetas y adornos rotos, mi tía estaba sentada en un sillón para tres, lloraba a moco tendido con las luces apagadas sumidas en las sombras de la noche y una estela de luz de luna cayendo a sus pies. No dijo nada al verme, ni cuando me reí, peor cuando dejé un Collage a su lado y me fui. Más tarde encontré a don Florian en el Hotel Radisson y dejé su Collage como mensaje en recepción. Tras esas dos entregas emprendí el camino a casa algo triste pero más feliz que otra cosa. Mi madre no había muerto por directa culpa de esa gente, pero se sentía bien culparlos del abandono, destruirlos hurgando en sus cuidadosas hipocresías, hacerles doler lo mucho que me hicieron falta cuando ya nadie me quedó en el mundo más que un padre que estaba demasiado ocupado en sus padres como para ayudarme a lo que sea. Si dejarle el Collage a mi llorosa tía era un golpe bajo y en el suelo, eso no evitó que me sintiera tremendamente feliz al imaginarme torciendo un cuchillo imaginario que acababa de clavar en la boca del estómago de esa familiar detestada. Hasta el dolor y la tristeza parecieron ceder, me dieron la perspectiva de un mundo perfecto, uno donde el rencor calmado ya no sería un factor que me controlase y aun si era patético sentirme bien a la costa de la desgracia de alguien más. Estaba chocho de la vida porque hacía rato que no me sentía así de genial. No calculé que le arreglé la vida a mi tía con ese gesto cruel puesto que, mucho después, pediría el divorcio y presentaría el Collage como evidencia suficiente como para dar por muerto cualquier futuro que don Florian hubiera podido abrazar, sentenciándolo a una vejez amarga y pobre, solo y abandonado por los hijos que él alguna vez no dudó en abandonar. Como dije, eso le valió mucho dinero a mi tía y le arregló la vida en los modos que yo hubiera deseado le saliesen mal, pero eso no quitó que tuvo que mudarse y cortar relaciones con mucha gente clave de su importante circulo social. Igual que sus hijos hicieron, después de repudiarla, no dudo que haya rearmado todas sus farsas en Santa Cruz, que fue donde se mudó, pero nunca debió de ser lo mismo para ella hacerlo vieja, cornuda y divorciada a ser la señora perfecta de antes, esa con el marido que proveía y una familia ejemplar. Una hora después de la fechoría ya me sentía vacío, un tanto arrepentido pero todavía satisfecho. De menos le quité la facilidad a sus farsas e hipocresías, que sigue siendo poco considerando cuánto me costó todo esto. Por lo que sé nunca se volvió a casar y solo una de sus hijas le perdonó las infidelidades del padre. No los culpo, ni creo que lo haya hecho ella, después de todo habían sido criados en el cautiverio de esa hipocresía de la familia ejemplar. Yo mismo reflexioné y concluí que probablemente ellos no entendían la gravedad de sus acciones, justificadas por la creencia de pertenecer a la funcionalidad de esa dichosa familia ejemplar. Y, antes de la segunda sorpresa, entendí que mi mística había sido el odio y que ahora necesitaba ver la realidad.

¿Qué es lo peor de la verdad? Algunos piensan que su inevitabilidad pero olvidan al olvido, precisamente. Si la mentira tiene patas cortas, la verdad apenas camina con lo largo de las suyas. Y es justo por esa notoriedad histriónica que tiene la verdad, que lo peor es ser el último en notarla, en enterarse de ella y todas sus implicaciones. ¿Qué clase de simpatía es esa de cortarse las venas en una bañera? Te vas a morir, ya qué importa que alguien tenga que limpiar, total que no será tu problema y si decidiste abandonar este mundo es porque te recontra cagas en el alma y las opiniones de los demás. Lo que los suicidas no saben, o prefieren ignorar, es que una vez que se van de este mundo sus opiniones, sus deseos, sus preferencias se van a la mierda, se pierden en lo que los deudos necesitan. Los vivos siempre son el problema, son los que imponen sus caprichos internos disfrazados del “así lo hubiera querido el difunto”. Es una forma de lidiar con la pérdida de alguien y la consciencia de la muerte, pero eso no le quita lo hipócrita. Por eso los suicidas no deberían tener atenciones como cortarse las venas en una tina para que el agua se mezcle con la sangre ¿piensan que será más fácil, más cómodo? ¿Cómodo para quién, entonces? El muerto siempre estará cómodo, ya no hay nada ni nadie que lo pueda molestar y lo suyo será esa región innombrable que ninguno nosotros conoce pero que la mística nos ayuda a soportar. De seguro Alicia mostró señales que yo no noté, lo cierto es que elegí creerme la farsa de su sonrisa para mejor calmar esta sed de revancha que más se parecía a una indigestión de ego y autodestrucción. Nunca le pude decir lo mucho que me vivificó y jamás lamenté tanto no haber podido vivificar a una muerta en vida. Subestimamos, o sobrestimamos también, a las personas en base a nuestras conveniencias. Queremos la entrega absoluta hasta que la obtenemos y cuando lo hacemos nos gana el terror a que la plenitud sea más jodida que el vacío. “Qué cosa más pesada debe ser vivir el infinito” me puso en un papel que encontré a lado de su cuerpo inerte y desnudo en la tina. La sonrisa revanchista desapareció en un mar de lágrimas y lamentos, no me atreví a sacarla del agua roja y, siempre con la nota en la mano, me fui a recorrer cada cuarto para rastrear los últimos pasos de la reciente muertita que se pasaba en calidad de zombie al más allá. En la cocina faltaba el trozo de pizza que guardé para celebrar, en su cuarto estaba todo ordenado y empacado con la precisión de quien sabe que no volverá, en la sala habían muchos pañuelos usados y los borradores de la nota que al final me dejó.

Entre lectura y lectura fui comprendiendo que Alicia hacía rato que tenía planeado marcharse y que mi supuesta vivificación no fue más que una última distracción que se permitió antes de matarse. La nota era muy corta pero todo se compensó con el exceso de confesiones que fui encontrando en cada borrador y en su diario, que forcé cuando despuntaba el alba y mis ojos ya no podían llorar más. Así fue que me enteré que su madre se había matado hacía un mes y con ella se había llevado a la hija más pequeña en un suicidio brutal y hasta repugnante que Alicia tuvo que soportar mientras yo la arrastraba a fiestas de gente estúpida solo para darme la chance de una revancha tan tonta como fútil. En su nota de despedida, la madre parecía segura de que Alicia nunca volvería al seno de una familia desgraciada, a la que el sufrimiento se quería llevar al otro lado a toda costa y no encontró mejor salida que liberarla de la desgracia con el sacrificio doble que «calmaría la sed de este Dios cruel, hija mía». Los misticismos sostienen verdades y mentiras, pero que tan cierto sea algo no le quita lo mortífero. Mientras yo creía ciegamente en la revancha, la madre de Alicia se consolaba con la idea del sacrificio, por lo que pude enterarme después la señora no estaba en sus cabales pero tampoco nadie se ocupó de auxiliarla, ni internarla, nadie pensó en la niña, todos se encerraron a lidiar con lo que había pasado en soledad. Alicia no se perdonaba haber creído que su distancia le hacía bien a su madre y hermana, cuando lo cierto es que estaba movida por motivos egoístas. De haberla encontrado viva le habría dicho que no era del todo su culpa, que ella también necesitaba recuperarse en soledad y que su único pecado fue tardarse en animarse a buscarlas, a dejar de ver lo que ella quería y enfrentar la realidad. Como yo, que me arrepentía de eso mismo y le expresaba, tarde y motivado por una reveladora entrada en su diario, que yo también la quería, que hasta la amaba, y que yo también lo había descubierto la misma noche que  Fátima entró en juego con esa su presencia karmática que tanto terminó por marcar. ¿Quién sospecha de los ingenuos? Peor aún ¿quién se imagina que lo que lo joderá no será la astucia sino la mera ingenuidad? Ya no pude volver a ver a Fátima, no sé que habrá sido de ella, pero sospecho que sufrió y volvió a ser linda y finita, de seguro se casó con algún Florian que la condenará al destino al que se condenó Carmen. O no sé, estoy consciente que nada fue su culpa pero disfruto un poco esos pensamientos de ave de mal agüero. Si yo, señoras y señores, caí por engolosinarme de mi olfato revanchista y distraerme en estas ganas de vivificar, lo mejor que podía hacer tras tantas tragedias era aceptarme como el cuervo que soy y que siempre seré.

Cuando volví al baño recién noté que sonaba un disco de NERD en la radio que compramos para escuchar mientras nos duchábamos. A Alicia le fascinaba Pharrell, le encantaba que fuera tan feíto y atípico y aun así estuviera tan cómodo en su propia piel, como para hacerte querer bailar esos sus temas sexistas y plagiados. Solía pasarse horas vanagloriándolo a la par que le lanzaba esos insultos sutiles y venenosos de fan resentida e indignada. Se ponía intensa y así se veía sexy, le decía yo y la comparaba con Alesha Dixon en el video de She Wants to Move y ella se reía a carcajadas, se ponía un vestido corto e imitaba el baile de la actriz. Lo hacía muy mal pero igual a mi me encantaba verla feliz en ese baile que era aborto de sensualidad. “Lo que más recordamos de She Wants to Move no es tanto a Pharrell siendo tan peculiar, sino a Alesha Dixon probándose a la altura de diosa, una mera ninfa del baile y la sensualidad y la actitud” le decía mientras le robaba besos a sus cachetes, a su frente, a sus manos y hasta sus hombros, pero nunca en la boca, ni en los labios, jamás un beso donde hubiera contado para ver si nuestro romance la convencía de quedarse un rato más o terminaba de indicarle que ya era su hora de partir. Que al final eso pasó, pero sin darme a mí la chance de convencerla, sin que pudiese recuperar las oportunidades perdidas para vivificarla, estancado para siempre en el gris de las cosas, con preguntas que ya no serían contestadas y con ganas de desnudarme y unirme a ella en esa bañera en la que también podía dejar mi sangre para que quien fuera que limpiase la escena del crimen no lo pasara tan mal. “¿Y eso a mi qué me importa?” me dije entre llantos y miré distraídamente el dorso de la nota donde noté que estaba escrita otra frase que antes no leí. “¿Qué pasa, cuervo? Siga volando que afuera hay mucha carroña para que puedas penetrar”. Y lloré, claro. Chillar sería más apropiada palabra para ese momento de mierda en que abandonaba la anestesia emocional y permitía al dolor fluir en ese peculiar adiós a mis muertos. Dejé la nota a un lado, llamé a la policía y me metí a la bañera para darle un incómodo último abrazo a mi entrañable suicida, mi cómplice perfecta, un abrazo más para mis morbos mortales que para intentar robársela a la eternidad.

–          Dedicado a lo indedicable.

–  El azar y la irracionalidad de un momento pasado han truncado que mi futuro sea el suyo, y viceversa. Hoy somos amigos, pero como me duele en lo interno.

Antonio de Jesús Chávez

–          All of us food, that hasn’t died.

Josh Homme

¿Qué nos pasó, Muerte? Solías ser mi anhelo más alto, mi verdad más pura, solía verte como el paso hacia la grandeza, como la única chance de importar en este mundo. Te he buscado en los alcoholes que me ofrecían hermosas señoritas de piernas ágiles, en los puños de desconocidos furibundos y las balas de creyentes de los otros bandos cuando escuchan mis monólogos. Incluso he llegado a sentirte cerca cuando me hospedaba en cuartos blancos que hedían a matadero, o en el suave abrazo de los orgasmos todas esas veces que busqué anestesiarme en los brazos del Placer. Mi rutina giraba en torno a buscarte y entregarme a tus tiernos consuelos, tus ojos que yo pensaba profundos y hermosos, tus piernas robustas y kilométricas que me mostrabas coqueta cuando la luna iluminaba mi mirada, o probar tus labios colorados por medio de besos indirectos robados a cualquier superficie en que se hubiesen posado, abrazarme a ese cuerpo hecho a mi medida. Perfecta. Así eras para mí, Muerte amada mía. Eras un remanso de perfección pura y absoluta, omnipotente como los del otro lado se imaginan a sus dioses.

Me gustaba añorarte. Eras esa muchacha prohibida que todos detestaban. A lo largo de mi vida te he visto coquetear con mucha gente, y te he visto llevarte con tus besos hasta al más leal de los esposos, o esposas dado que a ti te da igual como son los genitales de quien amas ¿Puedes creer que sentía celos de ellos? Me acercaba a los féretros con rostro compungido, me guardaba de la vigilancia de los dolientes y fijaba la mirada en los fallecidos. Los contemplaba con envidia, imaginando escenas morbosas donde sus cuerpos inertes se insertaban en tus carnes, donde el rigor mortis se convertía en una ventaja que una mirada pícara tuya capitalizaba. Solo entonces me paraba a observar el saco de carne que llamo mi cuerpo, detestándolo por ser mancebo y lozano, por devenir en mi mayor obstáculo para estar contigo. Era joven, el mundo era lo que yo quería que fuera, la vida dependía de mis creencias.

Me confié. Creí que la vida era tan simplona como para que solo exista un camino a la verdad. Me refugié en mi lealtad hacia tu amor, en mi insana obsesión de anhelar, imaginando encuentros contigo, formas de poder acercarme a ti. Y fuera de eso nada importaba, todo era pequeño y hasta nimio ¿quién puede oponerse a la Muerte? Nada, ni nadie. Y era tan cómodo que todo fuera así de simple, ser el príncipe del corazón roto, enamorado del amor, encamotado de la Muerte, por siempre expectante a que me devolvieses lo que yo tan alocadamente creía darte. Y eso estaba bien, habría sido feliz si hubiera aprendido a no esperar más de lo que yo podía dar.

Por ese entonces llegó Carlota. Vino cuando el pensamiento de tu amor primaba por encima de todo lo demás, en la época en que quise olvidarme de ti y tus artimañas. Ahí fue que llegó Carlota con su ternura, sus ojos grandes, su graciosa torpeza y sus formas de simplificarme las complicaciones. Carlota se anunció como otro coqueteo contigo, Muerte, pero terminó siendo un guiño a vivir. Carlota era la mentira más hermosa, de esas en las que uno cree por mero gusto, porque más allá de la fe uno sentía amor, o sentía algo que no era raro llamar amor. Y lo extraño no era sentir todo eso, lo raro era lo sencillo que resultaba convencerse de semejante mentira tras cada beso pudoroso que posaba en mis labios. Más raro aún era lo correcto que se sentía creer en ella.

Alguna vez me di cuenta que cada quien le gusta creer lo que más le conviene. Y Carlota no me convenía. O no nos convenía, mejor dicho. Quizá no tanto por ella, como por lo que representaba para mi vida y para mis desórdenes el mezclarme con ella. Pero sí, me mezclé con ella; y no me vengas con celos querida, no te quedan. Especialmente porque tú, promiscua, abrazas a quién sabe cuántos cada día. No sería justo que me digas que estás celosa, por mucho que yo sepa que sí lo estás. Es más, lo estuviste desde que Carlota y yo nos hicimos novios. Dejé de pensar en ti, ya no te buscaba en ningún callejón, ni en los bares, ni siquiera en las pelvis de limítrofes sensualonas. Pasaba mis días tratando de robarle su tiempo a la ocupada Carlota, monopolizar sus distraídos pensamientos, beber de su aroma, complacer su cada-momento y encabritarme en sus preocupaciones. Carlota era un bello malestar para lo que tú y yo teníamos. Pronto dejé de pensar en el destino secreto de todas las cosas, olvidé mis prédicas en contra la fatua sensación de verdad absoluta, por un instante dejé de verte, Muerte adorada, como la solución al problema humano. Al problema de mi vida y mi conciencia chocándose contra la imposibilidad de aprehender, siquiera, algo real. Carlota es alguien en quién el mundo debería creer, es otra de esas corrientes a los que nos aferramos para no enloquecer. Carlota es tan importante y hermosa como ella misma, como diosa de la eternidad repetitiva, como humana atrapada en la pesadilla de la existencia, como agente de una felicidad que muy tarde logré aceptar. Ya no sé si por honesto o autodesturctivo, solo sé que no lo pude manejar.

Ahí me reatrapaste, Muerte. Te extrañé y mandé al carajo lo que tenía con Carlota, porque no podía dejar de buscarte. Necesitaba besarte en los labios y seguir vivo, o a lo mejor necesitaba irme afuera de todo, sin saber bien a donde iría. Tan sólo irme y no notar nada, nunca más. No te culpo, ojo, mea culpa, lo puedo aceptar. Puedo decirte que el error de mi vida fue no poder dejarte ir, el problema fue que no pude admitirme que tú no eras una solución sino que eras tan solo una historia más esperando a ser repetida, o aceptar que tarde o temprano tú vendrías a por mí y nos uniríamos en un abrazo que me permitiese ¿dirigirme al olvido? ¿confirmar que no existe verdad, ni siquiera en el vacío del más allá, en el olvido de cesar de vivir?. Pero ¿quién quiere adentrarse por completo en el olvido? No yo. O por un instante ya no quise. Y sí quise caminar por la tierra viendo como los cielos se mueven cambiando sus colores de celestes a grises, a blancos, negros, rojos e infinito; anhelé presenciar cómo los hombres moldean al mundo, quise probar los sabores de todo lo nimio y olvidar que el tiempo es simultáneo y que, en cada segundo, mi vida entera sucede al mismo tiempo. En un segundo donde estoy naciendo, y en ese mismo segundo estoy con Carlota, además de estar muriendo. En ese segundo es tanto ayer, como hoy, mañana, como cualquier momento de mi pasado y mi futuro. Pretendí olvidar que en ese suspiro, que es la vida humana, no alcanzamos a nada más que contarnos mentiras sobre quiénes somos y a quienes queremos, repitiendo las palabras y los actos hasta formar una narrativa que nos permita vivir en paz, engañados y felices, como si no fuéramos marionetas que se dejan manejar por la ilusión de completitud, por la promesa de que el vacio está en realidad lleno, de que podemos ver las cosas por como son, que la realidad es tan simple como nos la pintamos.

Yo escogí la narrativa adecuada para estar cerca tuyo, Muerte. Pero luego me di cuenta que esa era mi mentira. Y de pronto quise creer en otra mentira, una menos complicada, una que me hacía sonreír con sus ocurrencias y rabiar cariñosamente con sus necedades. Una mentira que creía en sus propias mentiras a las que llamaba verdades, una mentira que no me prometía el paso al vacío eterno, ni ninguna de esas cosas. Pasé de la narrativa de la Muerte a la narrativa de Carlota. Derrotado por la ficción, ansioso de no darle un vistazo a cómo sería vivir sin narrativas.

Alguna vez volví con Carlota, pero ella ya me había dejado por mucho que decía que estábamos juntos. Pienso que Carlota se dio cuenta que pese a que me quería, quizá no le convenía tenerme en su narrativa. Se alejó, me dejó y yo volví a tus brazos Muerte, pero ambos nos dimos cuenta que ya no era lo mismo. Por primera vez viste en mí un deje de rechazo cuando vi, por fin, tu rostro; cuando furioso por Carlota haciéndome a un lado, ambicioné dejar de verte a través de los velos con que te ornamentabas y me atreví a estirar la mano, agarrar la seda fina y oscura, jalar de ella pese a tus quejidos débiles, y lo vi querida, vi tu rostro por mucho que me cegaste de inmediato con un beso de los labios que yo creía carnosos y que ahora se revelaban como tenias viscosas que se frotaban contra mis propios labios y forzaban su paso dentro mío. Y cuando esos horribles gusanos terminaron de colarse en mi garganta, pude alejarme asqueado y mirar bien al objeto de mis anhelos. Y algo en mí se marchitó cuando observé las cuencas de tu calaca, vacías y demasiado inmensas, que me provocaron tremendos escalofríos mientras tus ropajes caían y dejaban ver un brillante agujero que todo lo chupaba, un agujero que sostenía tu astillada calaca. Y lloré, Muerte. Lloré no solo del asco de sentir a las tenias moviéndose dentro mío, también lloré porque supe que no te estaba mirando a ti, estaba mirando un algo que nunca podré especificar, un algo que velaba al verdadero terror detrás suyo. Y sentí que podía explicar el problema de lo humano mientras el agujero me succionaba adentro tuyo y yo no veía ni luz, ni oscuridad, solo podía ver la mirada fija de tus ojos siguiéndome a donde fuera que yo me moviese, totalmente consciente de que mi piel goteaba en cada instante de la eternidad, y que yo no podía evitar ese derrame mayor en que me desestructuraba en el continuo de las cosas, viviendo cada punto de la historia y derritiéndola como a una fábula. Disperso por todas partes, Muerte, me dejaste disperso y sin ficción a la que aferrarme. Y detrás de la inmensidad de tu vacío interno, había un vacío más enorme y más insondable, un vacío perpetuo al que no se podía ni tocar sin volverte en nada tú mismo.

Y cuando volví, pues lo visto no podía ser no visto, las ficciones me habían abandonado. Por un tiempo hasta intenté recuperar a Carlota, pero así me enteré que las historias que no quieren ser contadas se mantienen inenarrables. Y así me quede persiguiéndola en vano, tal como a ti Muerte. Me quedé persiguiendo una verdad que ya no quería que yo la creyese. Pero me di cuenta que me quedaba una mentira a la que ya no podía llamar verdad. Me quedas tú, Muerte. Me queda también la vida, pero me sobra el horror de verte al rostro y recordar que soy una marioneta de mi propia tendencia a creerme los cuentos para seguir respirando, me pesa el pensamiento de ser una no-existencia aspirando a creer que existe, o estar acá esperando una chance para por siempre zambullirme en el olvido.

tumblr_mugn1qaa8z1qz6f9yo2_500 ¿Conocen alguna canción romántica? Obviamente sí. Es de las pocas cosas inevitables en este mundo, ya sea porque las hemos escuchado de pasada en alguna radio ajena, o porque las hemos cantado con el alma saliendo de nuestro cuerpo; dolidos o esperanzados ante un nuevo suceso: el amor. Mismo que muchas veces se vale del romance para nacer, crecer, reproducirse y morir. Lo extraño es que pese a esta importancia capital del romance como motor de vida del amor, prácticamente nadie se plantea qué implica semejante asunto. Cómo le hace el romance para parir amor, qué tanto le da para alimentarlo, cuáles son sus trucos para que se expanda y emigre a nuevos horizontes,o qué es lo que dice en orden de matarlo.

El romance es un revolver con caños en ambos extremos. Muchos disparan a bocajarro creyéndose asesinos infalibles, conquistadores que son dueños de las armas secretas del romance, sin darse cuenta que se desangran por todos los agujeros de bala que se han causado. Y la sangre escapa lentamente, dando tiempo a sembrar esperanzas de vivir, incluso invitando a crear en un final feliz. No es que sea algo malo lanzar demasiado romance al aire, aunque tampoco se puede calificar como netamente bueno  ese suicidio involuntario de no saber apuntar los dos caños cuando lo cierto es que por mucho que uno se cuide de sus balas, igual termina muerto. Aniquilado por esa necesidad de atención que el romance le brinda al amor o al enamoramiento. En realidad, lo que esa muerte exige es que la anheles como solo puede anhelar un enamorado: con todo, deseando que no existan límites y finales, alargando su presencia hasta más allá de la muerte. O mejor aún: amando con la muerte como límite. Amar como se muere, equiparar al amor con la muerte ¿hay tumblr_mugn1qaa8z1qz6f9yo1_500romanticismo más perfecto?

Debe haberlo. Pero solo un enamorado, en algún punto del idilio, se da cuenta de lo acertado que es esto. La conquista amorosa suele ser esa guerra de a dos, ese violento suceso en que se dan todo tipo de ataques, y en donde hasta lo más vil puede ser justificable en nombre del amor (que todo lo puede, que todo lo sabe). Se usa al romance con cierto descuido, prometemos el cielo desde el infierno y hasta llegamos a creer que podemos cambiar los cauces de los ríos. Después de todo ¿Por qué no? ¿qué no es el amor la mejor excusa para matar lo común dentro nuestras vidas? ¿Qué no cuando nos enamoramos lo vivimos, mas no lo describimos, como un desequilibrio? ¿Y cuando el amor se aburre? ¿no sucede que buscamos aquella misma emoción, ya muerta, en alguien nuevo?

El romance alimenta las promesas del inicio, nos invita a creer que podemos darle el mundo a quien empezamos a amar, sin embargo se cobra con creces cuando se acaba el optimismo del inicio, gritando por ser recuperado, vengativo por el posible olvido en que se lo ha sumido. Nos hace adictos a su toque, por mucho que nos empeñemos en mostrarnos calmos, relajados. Casanovas, para quienes cosas tan nimias como el amor, el romance y el enamoramiento no son más que pensamientos fatuos e inútiles. Pero el romance es útil y hermoso en todo inicio. Nos invita a creer y a esperar lo mejor del viaje en que nos embarcamos, mantiene ilusiones que uno no se formula con quien sea, lubrica el paso que le quita al “yo” la soledad e intenta transformarlo en un “nosotros”, que tal vez no siempre funciona, pero siempre deja algo de sí en este “yo” que nunca puede retornar a ser el mismo.

Pero, al ser un arma de doble filo, el romance no deberá ser usado a la ligera, pues duele más la venganza del romance asesinado que las capitulaciones egocéntricas que se hacen en su nombre. Y aun así, contra toda advertencia y matando todo sentido común, solemos jugar ruleta rusa con el romance como bala. Corriendo a los brazos de la muerte, con una sonrisa enorme en el rostro. Abstraídos en el presente, olvidados del futuro. tumblr_mugn1qaa8z1qz6f9yo3_500

Art by Boulet (http://english.bouletcorp.com/2013/10/03/)

 

 

Se conocieron en una fiesta donde ambos fingían ser alguien más. Él, dando libre albedrío a su eterna y secreta curiosidad por los superhéroes, bajo la cómoda evasiva del “no había otro disfraz”, y ella usando aquel escote que nunca habría usado en la vida real. Hablaron de cosas de las que jamás volvieron a hablar. Así, él, se permitió filosofar sobre Superman y denigrar al loser de Aquaman, y ella se sorprendió de estar tan coqueta y descarada. Atrevida, sucia y traviesa como nunca había sido, ni tampoco sería nunca más.

 
A ella la ilusionó que un chico tan lindo hablase de cosas como Spiderman. Él no podía dejar de pensar en aquella figura despampanante que el disfraz de gatita dejaba entrever y admirar. Se emborracharon y se besaron, sin detenerse a considerar el lugar donde estaban, y quienes los vieron testificaron, luego, que parecía que se devoraban y que faltaba poquito para que empezaran a desnudarse.

 
Se despidieron, aquella noche, sin coito, ni manoseo pero sí con una fuerte promesa y gana de intimar. En un atrevimiento poco común, se lanzaron a planear encuentros más allá de la desechable cercanía de aquel prende intenso y pasional. A él lo ilusionaba intimar pélvicamente para calmar una sed cachonda que su mano ya no podía saciar, a ella la ilusionaba la chance de que después de tanto beso a sapos, este fuese el dichoso príncipe a quién se había cansado de esperar.

 
El primer encuentro estuvo marcado por la incomodidad. Se vieron en una plaza concurrida y calurosa, y ni siquiera supieron como saludar ¿debía, él, tomar el control y besarla en la boca sin dudar? ¿Debía, ella, quedarse esperando a que su príncipe le diese por ser romántico robándole un beso? En lugar de todo eso, se dieron un incómodo saludo distante, sin tocarse y apenas mirándose, para luego arrepentirse y besarse en las mejillas, ambos sonrientes como si aquello no fuese un adelanto de la decepción que les tocaría vivir.

 
Su noviazgo empezó más por inercia que por voluntad. Él la buscaba porque quería tirar, a ella le gustaba que un chico la quisiese cortejar. Calificada como geek por sus iguales, ella nunca había estado consciente de que tan alto era, en verdad, su atractivo y sensualidad. Rechazada, enamoradiza y limitada, la chica iba por el mundo creyéndose fea, siendo incluso más linda y sensual que una pornstar. Él era un chico muy sociable, parco y un tanto inseguro, que hacía de dos años que no hacía más que dedicarse a acariciarse viendo videos en redtube, pornhub y tube8. Si un día empezaron a usar los títulos de pareja, fue porque ambos buscaban deshacerse de los complejos que los acomplejaban, los forzaban a tildarse de perdedores sin perdón, ni antifaz.

 
Su treceavo encuentro, primero con los títulos de noviazgo ya vigentes, se caracterizó por una lucha encarnizada en que la idea de pareja se impuso, a lo que iba encarrilado a una funcional amistad. Angustiados por no saber si tomarse la mano, si saludarse de pico, o darle un apodo cariñoso al otro (incluso preguntarse si aun era muy pronto para ello), encerrándose en un retroceso a esos noviazgos adolescentes que ambos ya habían experimentado con anterioridad.

 
A partir de entonces todo empezó a declinar. La ilusión, de ambos, era la de que toda pareja termina por amarse entre ellos a pesar de toda adversidad, y no estaban conscientes de que, en realidad, es un tanto más común que se terminen odiando debido, justamente, a las adversidades. A ella le incomodaba el poco respeto que él sentía por ella, a él le molestaba que ella pensase que el sexo fuese un modo de faltarle el respeto. Él odiaba el nivel de detalle y atención que ella exigía para sentirse deseada, ella se deprimía por la malagana con que él hacía cosas lindas por ella. Él siempre la manoseaba, la ignoraba cuando ella deseaba hablar, le criticaba su ropa de monja, su poca sensualidad, era brusco durante el sexo, no se llevaba bien con sus amigas, hablaba mucho de fútbol y tomaba hasta la total borrachera cada fin de semana. Ella nunca estaba de humor para el sexo, siempre ocupada y nunca disponible para salir o hacer lo que sea juntos, lo celaba con toda chica que le hablaba, pero ella misma no admitía que sus amigos frikis le tenían ganas, y lo miraba con mala cara cuando él deseaba comentar sobre la Champions y no sobre Spiderman.

 

Desencuentros. Ella deseaba un Príncipe Azul, él una Puta Insaciable. Ella esperaba que los modelos de Disney y las mentiras de una vida mejor se impusieran a la cruda realidad de los hombres en que se fijaba, que de nobles poco tenían en verdad. Él anhelaba que la vida fuese tan simple como la trama de una película porno, donde no se tenía más que decir un par de cosas tontas para que una mujer voluptuosa se entregase a un desenfreno sin límites, ni piedad. Ella esperaba todo el romance y un final feliz, olvidando que los finales felices son un incompleto que no censura la vida, que anula la muerte. Él no deseaba ver más allá de sus deseos básicos, de su miedo paralizante a explorar lo que no podía palpar. Ella no deseaba ver que los hombres son hombres y no príncipes, él no se admitía que no hay algo tan simple como un ser humano que solo desee tirar, que no hay mujer, ni tampoco un hombre, que no sea un estereotipo y nada más. Y mientras más se encerraban en esas lógicas burbuja, esperando que cambie lo que no podía cambiar, más se ahondaba el pútrido rencor que los llevaría a pensar en matar, en llorar, en mirar al cielo y pedir que todo acabase sin tener que volver a mirarse, nunca, nunca jamás.

 

 

De Príncipes Azules y Putas Insaciables280386735_n

 

Lyn May

 

Pocos se detienen a pensar en qué dicen los liricos de ciertas canciones. No tengo la menor duda que todos, alguna vez, hemos incurrido en el error de movernos al ritmo que se nos ofrece sin reparar en las palabras que se nos dicen. Como en la estupenda canción de Plastilina Mosh, Mr. P Mosh, que no solo gusta por su ritmo contagioso y divertido, plagado de efectos electrónicos simples y una percusión constante, fuerte y atrapante, sino que termina por convencernos con frases aisladas que suenan divertidas, aun más cuando se ha visto el video donde Alejandro Rosso y Jonás Gonzales se burlan de la vida del mujeriego rodeándose de personas cuya estética posee los elementos de la mujeres “hot”, pero que da más una impresión de un grotesco maravillosamente logrado.

¿En qué palabras nos sumerge esta tragicomedica canción? En el Pachuco King, por ejemplo. Esa figura de la estética de antaño, que nos invita a pensar en un conquistador, un mujeriego de esas épocas antiguas donde el hombre elegante bien podía ser un gangster peliculesco cuyos crímenes horrorosos no se notan detrás de esos trapos amplios y elegantes, de ese traje zoot que de seguro le costó un montón, y que bien lo valía según los mercaderes que lo proclamaban como una gran carnada para atrapar mujeres por su solo estilacho deslumbrante. No olvidemos que un famoso ávido de estos trajes era la Máscara, personaje interpretado por Jim Carrey en la película de 1994, quién era, en esencia, un personaje de mucho estilo, un Casanova caricaturizado.

A este mister P. Mosh se nos lo presenta autoproclamándose el Pachuco King a una señorPachucoita linda (la demasiado moldeada Lyn May, famosa actriz del cine de ficheras de los años setenta), prometiendo un carrazo brillante o luminoso, así como la capacidad de decir las cosas más lindas. Se confiesa un habitante de la noche y sus excesos, que se pasea por ella exprimiéndola hasta los últimos jugos, viviendo no en la vida misma, sino muy cerca a ella, como si vivir para este míster P. Mosh fuese algo más oscuro que para el resto de nosotros mortales, quienes lo miramos y empezamos a envidiarlo ¿Qué varón no desea ser el Casanova del carrazo, las palabras precisas, conocedor profundo de la noche? Y aun peor, este P. Mosh es quien puede mantener soñando a sus presas, dejarlas colgadas en el éxtasis de la incertidumbre, dándoles de beber su sangre para mantenerlas dormidas. Ni más ni menos que anestesiar con la pura esencia de uno ¿Podrá haber mejor lubricante social?

Y, cuando uno menos se lo espera, se está pintando en una posición encima a su presa, juzgándola merecedora de un castigo y, de repente, se está anunciando como el verdugo de los sueños de las señoritas lindas ¿no es un buen Casanova quién invita a soñar, pero no permite que la conquistada duerma? ¿No que Giacomo Casanova disfrutaba creando, o metiéndose, en escenarios complicados? ¿Acaso no nos invita a soñar la imposibilidad? ¿Quién de entre nosotros no estiraría la mano para acariciar un sueño en carne viva?

Pero la verdadera esencia del míster llega con sus advertencias. De alguna manera este perfecto Casanova se delata nefasto, dañino e, incluso, mortífero per0o en ningún momento se pinta como el villano. El machismo ensalza al mujeriego como un hombre muy capaz de ser feliz repartiendo corazones rotos entre la muchachada de jovencitas ilusas. Aplaudido y endiosado, todos los hombres quieren ser, por lo menos una vez en su vida, ese nefasto ser, para las mujeres, que se olvida de toda regla y consigue a la mujer que desea siempre, haciendo parecer a la hazaña como una cosa fácil y rutinaria. Los hombres somos simples en ese sentido, nos gusta saber quien orina más lejos, y adoramos que se difunda cuando resulta ser uno quién se ha levantando por encima de todos los demás que intentaban averiguar a qué lejanías alcanzaba su chorro de orines.

P. Mosh es diferente. Él se atreve a advertir, y con ello a generar más de ese sensual y peligroso misterio que plaga su atractivo. Él le dice a la señorita linda que no lo mire a los ojos donde no hallará la confirmación a todos los sueños que le promete, a las palabras romanticonas que le vende para comprarla. En un arrebato de sinceridad denuncia a sus palabras como vacías, se expone como un arquitecto de sueños suicidas. “Yo soy tu infierno” sentencia dos veces antes de que otro personaje tome palabra y se presente como el verbo del lenguaje del amor (hazaña admirable por sus solas significancias poéticas), el antiguo Pachuco King hasta que todo terminó por la llegada Mr P Mosh y su implacable táctica de Don Juan.

¿Por qué no? Se nos muestra a este Mr. P Mosh como un ser del que tranquilamente podría hablarse como sobrenatural. Él es la gran moda que ilumina al presente, ese ser inquebrantable que ni respirar necesita. Ese ente imposible de encontrar, a menos que sea él quien te busque, aquel cuyo solo contacto causaría la grave consecuencia de quemaduras asesinas que marcarían a la señorita linda de por vida. En suma, el tal míster este, es uno de esos dioses de la conquista amorosa, el don Juan perfeccionado que todo lo puede, que con todas logra y todas lo saben.

Quizá eso hace sorpresivo el vuelco en el discurso de Mr. P. Mosh de advertencias a confesionario, cuando es este mismo míster quién admite que ya no quiere ser así. ¿Podemos llamar enamorado a hjgjquién dice algo tan fuerte como “quiero estar junto a ti»? ¿No es el romántico más grande quien renuncia al excusable egoísmo del enamoramiento, y acepta su destino como el rey de un camino solitario y hedonista que todos desean transitar? “Solo véanme pasar, no me imiten es mortal. No me busquen o si no su calavera va a llegar.”, se lamenta el míster retornando a las advertencias, solo para verse respondido por un coro de advertidas tontitas que se mueren por conocerlo y entregarse a la muerte chiquita que reparte el Casanova P. Mosh.

 

¿Son los liricos de esta canción de Plastilina Mosh la tragicomedia del Casanova que no desea serlo? ¿Es el monólogo de un amargado con su inevitable destino que otros envidiarían con encono? Sí, en mi opinión. Es el lamento de alguien que muchos hombres, si no todos, desean ser. Ahí está la genialidad de estos liricos, del vídeo mismo con su estética grotesca y sus mujeres con manzana de Adán (amén de Lyn May, y su rostro con el que nadie quisiera despertar): burlarse de los deseos neuróticos de los competitivos hombres, quienes sueñan con ser mujeriegos y envidian a Mr. P. Mosh, que todo eso le sale natural y con facilidad y quién, irónicamente, ya no quiere ser así.

 

Mr P Mosh